Publicada en 1908, El Hombre que fue Jueves de G. K. Chesterton es una novela policial del mismo autor de los cuentos del padre
Brown (famoso detective aficionado de la literatura del género) y en la cual
este escritor y filósofo inglés se dio el gusto no solo de contar una historia
llena de todo su ingenio y gran capacidad para entretener creando personajes
entrañables, sino que además plasmar en ella sus ideas devotas y religiosas en
sintonía con su fuerte raigambre católico.
Con
un título tan confuso como este, el libro se llama así debido a que su protagonista,
un joven policía que pertenece a una muy particular elite de su organización, en
medio de la misión en la que se encuentra recibe el nombre clave de Jueves.
Desde
el principio la obra resulta ser una agradable engaño para el lector, lo mismo
que para sus propios personajes, ya que parte de tal manera que bien pareciera
que el libro trataría de cualquier cosa y menos del intento de desarticular un
violento complot por parte de un grupo de anarquistas mundiales, que desean
desestabilizar la nación de Gran Bretaña (y por extensión aplicar sus
propósitos más tarde al resto del mundo).
De este modo la novela parte con una muy singular descripción de una
comunidad bohemia y que al final para la trama apenas posee importancia…salvo
introducir a dos de sus más relevantes actantes; no obstante el narrador parte
primero con quien salvo en los primeros capítulos, luego no vuelve a salir
hasta su inesperado y emotivo desenlace (ya que el verdadero protagonista
aparece en la historia casi como mera comparsa o contrapartida del otro y lo
que es en realidad en este último caso de quien sería su “enemigo jurado”).
“Así y sólo así había que considerar aquel
barrio: no taller de artistas, sino obra de arte, y obra delicada y perfecta.
Entrar en aquel ambiente era como entrar en una comedia. Y sobre todo, al
anochecer; cuando, acrecentado el encanto ideal, los techos extravagantes resaltaban
sobre el crepúsculo, y el barrio quimérico aparecía aislado como una nube flotante.
Y todavía más en las frecuentes fiestas nocturnas del lugar —iluminados los jardines,
y encendidos los farolillos venecianos, que colgaban, como frutos monstruosos,
en las ramas de aquellas miniaturas de árboles.
Pero nunca como cierta noche —lo recuerda
todavía uno que otro vecino— en que el poeta de los cabellos castaños fue el
héroe de la fiesta. Y no porque fuera aquélla la única fiesta en que nuestro
poeta hacía de héroe. ¡Cuántas noches, al pasar junto a su jardincillo, se
dejaba oír su voz, aguda y didáctica, dictando la ley de la vida a los hombres
y singularmente a las mujeres! Por cierto, la actitud que entonces asumían las
mujeres era una de las paradojas del barrio. La mayoría formaban en las filas
de las "emancipadas", y hacían profesión de protestar contra el
predominio del macho. Con todo, estas mujeres a la moderna pagaban a un hombre
el tributo que ninguna mujer común y corriente está dispuesta a pagarle nunca:
el de oírle hablar con la mayor atención.
La verdad es que valía la pena de oír
hablar a Mr. Lucian Gregory —el poeta de los cabellos rojos— aun cuando sólo
fuera para reírse de él. Disertaba el hombre sobre la patraña de la anarquía
del arte y el arte de la anarquía, con tan impúdica jovialidad que —no siendo
para mucho tiempo— tenía su encanto. Ayudábale, en cierto modo, la
extravagancia de su aspecto, de que él sacaba el mayor partido para subrayar
sus palabras con el ademán y el gesto. Sus cabellos rojo-oscuros —la raya en
medio—, eran como de mujer, y se rizaban suavemente cual en una virgen
pre-rafaelista. Pero en aquel óvalo casi santo del rostro, su fisonomía era
tosca y brutal, y la barba se adelantaba en un gesto desdeñoso de "cockney",
de plebe londinense; combinación atractiva y temerosa a la vez para un
auditorio neurasténico; preciosa blasfemia en dos pies, donde parecían fundirse
el ángel y el mono”.
Cuando
sucede el segundo de los tres encuentros entre estos dos sujetos, cada uno
realiza al otro una sorprendente confesión acerca de quién es en realidad y cuál
es su intención. Es así que Lucian
Gregory cuando justamente cree que ha desestabilizado el equilibrio de su
interlocutor con sus palabras, recibe una cucharada aún mucho más concentrada
de su propia medicina, cuando Gabriel Syme le revela su identidad. Es entonces que el verdadero héroe de este
argumento que va más allá de la típica obra policial, se ve inmiscuido por su
propia voluntad entre un grupo de siniestros hombres y a los que piensa
desarticular por su propias fuerzas, solo que luego se da cuenta de que cuenta
con ayuda inesperada. Ahora bien, una de
las aristas más atractivas de este título resulta el lenguaje poético y lleno
de connotaciones semánticas, que ocupa su narrador para referirse a los tipejos
con los que se encuentra el encubierto Syme como policía que es; estos mismos
son descritos como verdaderos monstruos o más bien demonios, con lo que se
acentúa su carácter negativo. En varios
momentos de la lectura uno puedo regocijarse con la particular pluma de su
autor para realizar preciosistas descripciones, que no desean caer en el
detallismo del Realismo, sino que pretenden ser lo más artístico posible; no obstante
como este libro es un engaño en muchos sentidos, el aparente maniqueísmo con el
cual se introduce a este grupúsculo, cumple su verdadera razón de ser una vez
que la luz de todo lo que es cierto termina por descubrirse a sus personajes
(sin embargo el mencionado maniqueísmo de estas caracterizaciones, atienden muy
bien a la idea de mostrar a quiénes se supone atentan contra el verdadero orden
de la cosas, como a hombres de condición antinatural):
“Habíale parecido al principio que todos los
comensales, con excepción del peludo Gogol, eran personas comunes y corrientes
por el aspecto y el traje. Pero al observarlos mejor, comenzó a descubrir en
todos y cada uno de ellos lo mismo que había advertido en el que le esperó
junto al Támesis: algún rasgo demoníaco. Aquella risa descentrada que
desfiguraba de cuando en cuando la hermosa cara del que había sido su guía, era
"típica" de todos aquellos "tipos". Todos tenían algo,
perceptible tal vez a la décima o a la vigésima inspección; algo que no era del
todo normal y que apenas parecía humano. Idea que trató de formularse,
diciéndose que todos tenían aspecto y presencia de personas bien educadas, pero
con una ligera torsión, como la que produce la falla de un espejo. Esta
excentricidad semioculta, sólo podrá definirse describiendo uno a uno todos los
tipos. El cicerone de Syme llevaba el título de Lunes; era el secretario del
Consejo, y nada era más terrible que su tuerta sonrisa, a excepción de la
espantosa y satisfecha risotada del Presidente. Pero ahora que Syme lo
observaba más de cerca, advertía en el secretario otras singularidades. Su noble
rostro estaba tan extenuado, que Syme llegó a figurarse que lo trabajaba alguna
profunda enfermedad; pero, en cierto modo, el mismo dolor de su mirada negaba
esta suposición. No: aquel hombre no era víctima de una dolencia física. Sus
ojos brillaban con una tortura intelectual, como si el solo pensar fuese su
dolencia. Esto era común a toda la tribu; todos tenían alguna anomalía sutil y
distinta. Junto al secretario estaba el Martes, el peludo Gogol, cuya locura
era más notoria. Después venía el Miércoles: un tal Marqués de San Eustaquio,
figura harto característica. A primera vista, nada extraño se notaba en él, salvo
que era el único a quien el traje elegante le sentaba como cosa propia. Llevaba
una barbilla negra y cuadrada, a la francesa, y una levita negra y todavía más
cuadrada, a la inglesa. Syme, muy sensible a tales encantos, pronto percibió
que, en torno a este hombre, flotaba una atmósfera rica, tan rica que era
sofocante, y que recordaba, quién sabe cómo, los olores soporíferos y las
lámparas moribundas de los más tétricos poemas de Byron y de Poe. Al mismo
tiempo, parecía que estuviera vestido con materiales no más ligeros, sino más
suaves que los demás; el negro de su traje se dijera más denso y cálido que el
de las sombras negras que le rodeaban, como si fuera el resultado de algún
color vivo intensificado hasta el negro. Su levita negra semejaba negra a
fuerza de ser púrpura intensa. Su barba negra negreaba a fuerza de ser azul. Y
entre la espesura nebulosa de aquella barba, su boca rojo-oscura era desdeñosa
y sensual. De seguro no era francés: acaso judío; tal vez procediera de mayores
profundidades, en el profundo corazón del Oriente. En los abigarrados cuadros y
mosaicos de Persia, que representan cacerías de tiranos, se ven esos ojos de
almendra, esas azulosas barbas, esos crueles labios escarlata”.
El autor. |
Y no
obstante una vez que la historia se va desarrollando y desenredando, queda de
manifiesto que nada es lo que parece, si bien el misterio propio de una obra
policial ya está servido, así como el crimen (en este caso un atentado a la paz
que debe ser disuelto antes de llevarse a cabo) también se hace presente para
convertir el texto en una obra llena de intriga e incluso acción como bien
esperaría un seguidor del género.
El
héroe principal es justamente “el hombre que fue Jueves”, porque cada uno de
sus compañeros de complot recibe el nombre clave de un día de la semana, con el
propósito de no descubrirse entre sí su verdadera condición.
El
libro posee asimismo una muy singular cuota de humor (muy inglés dirían
algunos) y que llega a su cenit hacia la espectacular persecución del líder de
los anarquistas, todo en un escenario que más bien parece salido de un cuadro
surrealista por su considerable ridiculez y carga onírica:
“El Domingo los arrastró en loca carrera
hacia el noroeste. Su cochero, sin duda bajo la influencia de alicientes
extraordinarios, hacía correr desesperadamente al caballo. Pero Syme, que no
estaba para andarse con miramientos, se puso de pie en el coche y empezó a gritar:
— ¡Al ladrón!
Empezó a acudir gentío, y la policía a
intervenir e interrogar. Esto produjo su efecto en el cochero del Presidente,
que comenzó a vacilar y a morigerar la carrera. Abrió el postigo para explicarse
con su cliente y, al hacerlo así, abandonó un instante el látigo. El Domingo se
levanta, se apodera del látigo, y fustiga al caballo y lo arrea con gritos
estentóreos. Y el coche rueda por esas calles como un huracán. Y calle tras
calle y plaza tras plaza volaba el estrepitoso vehículo, el cliente azuzando el
caballo y el cochero tratando de sofrenarlo. Los otros tres coche iban detrás
como unos sabuesos jadeantes, disparados por entre calles y tiendas, verdaderas
flechas silbadoras.
En el punto más vertiginoso de la carrera,
el Domingo se volvió y sacando fuera del coche su inmensa cara gesticulante,
mientras el viento desordenaba sus canas, hizo a sus perseguidores una mueca
horrible como de pilluelo gigantesco. Después, alzando rápidamente la mano,
lanzó a la cara de Syme una bola de papel, y desapareció dentro del coche.
Syme, para evitar el objeto, lo atrapó instintivamente con las manos: eran dos
hojas comprimidas. Una dirigida a él, y la otra al Dr. Bull, con un irónico
chorro inacabable de letras a continuación de su nombre. La dirección del
mensaje al Dr. Bull era mucho mayor que el mensaje, pues éste sólo constaba de
las palabras siguientes:
"¿Qué hay ahora de Martín
Tupper?"
— ¿Qué quiere decir este viejo maniático?
—preguntó Bull muy intrigado— y a usted Syme, ¿qué le dice?
El mensaje de Syme era menos lacónico:
"Nadie lamenta más que yo todo lo
que huela a intervención del Archidiácono. Creo que las cosas no llegarán a ese
extremo. Pero, por última vez ¿dónde están sus chanclos? La cosa es muy grave,
sobre todo después de lo que ha dicho el tío"
El cochero del Presidente parecía haber
recobrado el gobierno de su caballo, y los perseguidores pudieron ganar algún
terreno al llegar a Edgware Road. Y aquí aconteció algo providencial para los
aliados. El tráfico estaba interrumpido, y algunos vehículos se echaban a un
lado apresuradamente, pues del fondo de la calle llegaba el tañido
inconfundible de la bomba de incendios, que pocos segundos después se vio pasar
envuelta en un trueno de bronce. Pero he aquí que el Domingo salta del coche,
alcanza la bomba a todo correr, y se mete entre los asombrados bomberos. Se le
vio perderse en la atronada lejanía, haciendo ademanes de justificación”.
Teniendo en cuenta los simbolismos religiosos católicos, mensajes y/o
reflexiones a los que gusta invitar a su escritor para con sus lectores,
resulta relevante tener en cuenta la dimensión que toman sus personajes y que comienza
con el verdadero sentido de sus nombres, como con el de sus “sobrenombres” (los
7 días de la semana) y que terminan con el misterioso y hasta cierto punto
ominoso Domingo. No es afán de este
texto quitarle al potencial nuevo lector de esta recomendable novela la
maravilla que significan cada una de las revelaciones que se van dando en
crescendo a través de sus páginas, pero sí creo es posible compartir unas cuantas
reflexiones a manera de pistas sobre el sentido oculto de esta obra; para ello
hay que tener en cuenta la misma religiosidad cristiana de Chesterton: Dentro de la doctrina de la Iglesia y sus
principios se encuentra la noción de que Dios posee un plan para cada uno de
nosotros y que en la medida que lo que hacemos en vida se asemeja más a ese
plan divino, nos acerca lo más posible a la realización personal y con ello a
la felicidad en su más exacto y completo estado. No obstante existe el libre albedrío y Dios
permite a Sus hijos llevar por sus propias riendas los caminos de su vida…de
este modo algunos se acercan más y otros se alejan en mayor medida a lo que se
espera de ellos. Todo esto corresponde
al orden natural de las cosas salido de la misma omnipotencia del Creador y es
por esta razón que el no apego a dicho esquema implica el caos…y la anarquía
misma (de modo que este mal disfrazado bajo la ideología del Anarquismo que
preocupaba tanto a los hombres de la época del escritor, podía ser bien visto
como una negación a aceptar las directrices divinas y que por ello devendría en
perdición). Así es como luego el libro
mismo trata acerca de todo esto tanto en el plano terrenal, aunque por cierto claramente
ligado a un estado mayor y universal de las cosas. Como se trata además de un libro de clara orientación
religiosa, el poder del amor cumple un papel preponderante y esto una vez que cada
uno de sus personajes logra encontrar su rol en el mundo y se reencuentra con
su Padre. Por último, Dios mismo se hace
presente como personaje en la novela, pero de las maneras más insospechadas
tanto para el lector como para sus protagonistas; sin embargo en todo momento
destaca en él su inmensa sabiduría (la llamada omnisciencia) y con ello
queda de manifiesto el viejo adagio que afirma que sus caminos son misteriosos.