I- Una breve introducción.
Cuando
se ha leído y estudiado bastante la literatura nacional (no solo gozándola, si
no también llevando a análisis su contenido y sopesando el peso literario de
numerosas de sus obras, a la hora de ver su influencia con respecto a trabajos
posteriores, como igualmente poniéndolas en comparación con sus contemporáneos),
un investigador puede bien encontrarse con la existencia de dos relatos de
corta extensión que han marcado precedentes en la narrativa chilena (por
supuesto esto es posible hacerlo con la literatura de otros países, como
también cuando se estudian géneros, movimientos y/o cualquier otro tipo de
clasificación, lo mismo que sucede con otras expresiones artísticas tales como
el cine, los cómics, la música y otros).
Es así como aparecen en el
horizonte de quien se ha dado con la tarea de ahondar en los recovecos de esta
literatura, con estas dos “obritas” que pese a su escasa extensión, engloban lo
mejor de nuestras letras: El Árbol de María Luisa Bombal y El
Vaso de Leche de Manuel Rojas.
A continuación este documento intentará dar cuenta al lector de la razón
de por qué tantos especialistas del fino
arte de contar historias nacionales, han llegado a la misma conclusión al darles
a los citados títulos tal honor entre sus pares. Por lo tanto se indagará en los simbolismos
presentes en cada uno de estos cuentos por separado, no sin antes hacer una
pequeña mención a sus autores y a las características de sus obras (lo cual se
puede comprobar en los relatos que aquí se abordarán, puesto que no solo corresponden
a un ejemplo de su labor literaria, si no que también forman parte de lo más
destacado de su producción y por ello reflejan soberbiamente los elementos que
configuran su arte).
II- La soledad inherente del ser humano en “El Árbol” de María Luisa
Bombal.
María Luisa Bombal. |
Supuestamente a nadie le interesaba lo que pasaba dentro de la compleja
psiquis femenina, mucho menos sus miedos y experiencias más íntimas y más
todavía si se trataba de mujeres a quienes les debería bastar con las
comodidades de su riqueza para ser felices.
No obstante como bien sabemos hoy en día, el mundo no es tan sencillo
como se pretendía y tanto hombres como mujeres poseemos similares necesidades,
esperanzas y miedos.
A su vez otro elemento propio de la pluma de esta inteligente mujer,
cuyo talento lamentablemente fue opacado por sus propias taras (el alcohol y la
depresión como sucede con tantos casos entre los grandes creadores a lo largo
de la historia), fue el marcado erotismo de sus escritos. De este modo fue polémico en aquella época y
sociedad que más encima fuese una mujer quien se manifestara de esa forma (o
sea, haciendo pública la naturaleza sensual femenina, al punto de dejar claro
que dicho género también requería de la satisfacción erótica para sentirse
bien, algo no solo deseado por los hombres).
Lo anterior bien se puede evidenciar en el fragmento de su obra más
famosa, La Última Niebla:
“Parece que me hubieran
vertido fuego dentro de las venas. Salgo al jardín, huyo. Me interno en la
bruma y de pronto un rayo de sol se enciende al través, prestando una dorada
claridad de gruta al bosque en que me
encuentro; hurga la tierra, desprende de ella aromas profundos y mojados.
Me acomete una extraña
languidez. Cierro los ojos y me abandono contra un árbol. ¡Oh, echar los brazos
alrededor de un cuerpo ardiente y rodar con él, enlazada, por una pendiente sin
fin...! Me siento desfallecer y en vano sacudo la cabeza para disipar el sopor
que se apodera de mí.
Entonces me quito las ropas,
todas, hasta que mi carne se tiñe del mismo resplandor que flota entre los
árboles. Y así, desnuda y dorada, me sumerjo en el estanque.
No me sabía tan blanca y tan
hermosa. El agua alarga mis formas, que toman proporciones irreales. Nunca me
atreví antes a mirar mis senos; ahora los miro. Pequeños y redondos, parecen
diminutas corolas suspendidas sobre el agua.
Me voy enterrando hasta la
rodilla en una espesa arena de terciopelo. Tibias corrientes me acarician y
penetran. Como brazos de seda, las plantas acuáticas me enlazan el torso con
sus largas raíces. Me besa la nuca y sube hasta mi frente el aliento fresco del
agua”.[1]
Como muchos artistas, la Bombal escribía acerca
de lo que conocía de más cerca, o sea, tomando como fuente de inspiración su
propia experiencia. Así es como esta
mujer que fue infeliz, terminó sus días sola, alcoholizada y en la pobreza
(dejando una carrera literaria inconclusa, puesto que no escribió mucho que
digamos, si bien lo poco que publicó dejó más que claro su virtuosismo). De este modo los escritos de la narradora
tienen como personajes a mujeres de clase social alta, quienes viven ignoradas
por los hombres y para quienes son simples muñecas para mostrar y mantener en
casa como madres y dueñas de casa (tal cual ya lo había mostrado Henrik Ibsen
en su magistral Casa de Muñecas, en la segunda mitad del siglo
XIX). Por lo tanto sus protagonistas son
mujeres inseguras y condenadas a la soledad de su vida tradicional en medio de
la sociedad patriarcal; no obstante buscan algún medio para escapar de sus
miserias y conseguir algo de verdadera plenitud.
Es entonces que nos encontramos con la historia de Brígida, una
demasiado joven y hermosa mujer, quien se marchita poco a poco en la monotonía
de su señorial casa, esposa de un hombre que la trata como a una niña más. La protagonista posee bajo autoestima, pues
desde pequeña la han considerado una persona torpe, en la práctica una
inútil. No obstante tal cual la gestora
de este inolvidable relato, Brígida es una persona sensible (aunque no tiene conciencia
de ello); ésta desde pequeña es capaz de apreciar la música clásica, a tal
punto de que disfruta el simple hecho de escucharla y con ello consigue retraerse
a su mundo interior, que resulta mucho más rico de lo que aparenta.
“¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue
Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su
técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.
Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva
por un puente suspendido sobre un agua cristalina que corre en un lecho de
arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje,
complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro”.
Un día Brígida detiene su atención en un
árbol que se encuentra fuera de una de las ventanas de su hogar y es entonces
que éste se transforma simbólicamente para ella en la figura masculina y protectora
que nunca tuvo, como también en el medio ideal a través del cual pueda retraerse
mejor a sus pensamientos; con ello logra la paz, aunque sea durante los
momentos en los cuales se encuentra sola.
“Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba
entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué
calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí,
en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba.
Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y
fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un
bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido
en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del
barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle
en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al
río”.
A partir de su
“encuentro” con el árbol, Brígida aprende a ser más fuerte y por primera vez en
su vida irrumpe en ella la fuerza telúrica femenina de la independencia (por lo
tanto el árbol mismo como manifestación de la naturaleza, se transforma en el detonante
del espíritu de la protagonista, razón por la cual bien se podría considerar
dicho elemento como al avatar de Brígida); así es como la particular heroína se
revela contra su marido y todo lo que él representa como parte de una sociedad
castradora para el resto de las mujeres.
Es cuando consigue por fin su propia dicha (no sin antes uno que otro
sacrificio).
III- La solidaridad de los
extraños en “El Vaso de Leche” de Manuel Rojas.
Manuel Rojas. |
Manuel Rojas (1896-1973) es hoy en día
considerado uno de los maestros de la literatura nacional chilena; ello no solo
por la gran calidad e inmensa humanidad de su obra, si no que además debido a
su propio talento como ejemplo de lo mejor de las letras hispánicas, cuando se
trata de transformar en arte nuestra bella lengua castellana. Tal cual otros grandes escritores valorados
por el manejo de su lengua materna a la hora de contar grandes historias, Rojas
fue un hombre que se hizo a sí mismo y todo lo que logró fue fruto de su
esfuerzo y virtuosismo, ya que en realidad apenas tuvo educación formal (solo
estudió en el colegio hasta los 11 años de edad). No obstante pese a la dura vida que le tocó,
puesto que conoció la pobreza y debió ejercer un sinnúmero de oficios (entre
los más humildes), logró conseguir una rica carrera literaria que abarca tanto
cuentos, como novelas, ensayos y poesía.
Así fue que se le invitó a dar una serie de conferencias en
universidades a lo largo del mundo y participó de otros eventos de carácter
cultural en atención a su labor artística.
Su obra más importante, si bien todos sus trabajos resultan ser
maravillosos, corresponde a su conmovedora novela Hijo de Ladrón, libro en
el cual sintetiza como nunca las características de su literatura: una obra
nutrida de su propia biografía, en la cual crea a personajes marginales, quienes pese a vivir en
la pobreza, no han perdido su dignidad y nobleza de corazón.
En 1957 se le concede el Premio Nacional de Literatura (galardón que se
le negó lamentablemente a María Luisa Bombal).
Publicado por primera vez en 1929, formando parte de su segundo volumen
de cuentos titulado El Delincuente (nombre de otro célebre relato suyo), El
Vaso de Leche resulta ser otra narración breve de gran emotividad y
lirismo prosístico. Es la historia de un
joven que se encuentra en la vagancia, pero no por ello se encuentra fuera de
la ley, y quien conserva aún su orgullo.
Su pobreza que no implica falta de nobleza, contrasta con la del
habitual habitante de las calles que se muestra en el mismo cuento:
“Un instante después, un magnífico
vagabundo, vestido inverosímilmente de harapos, grandes zapatos rotos, larga
barba rubia y ojos azules, pasó ante el marinero, y éste, sin llamarlo
previamente, le gritó:
—Are you hungry?
No había terminado aún su pregunta, cuando
el atorrante, mirando con ojos brillantes el paquete que el marinero tenía en
las manos, contestó apresuradamente:
—Yes, sir, 1 am very much
hungry! (¡ SI, señor, tengo harta hambre! )
Sonrió el marinero. El paquete voló en el
aire y fue a caer entre las manos ávidas del hambriento. Ni siquiera dio las
gracias, y abriendo el envoltorio calientito aún, sentóse en el suelo,
restregándose las manos alegremente al contemplar su contenido. Un atorrante de
puerto puede no saber inglés, pero nunca se perdonarla no saber el suficiente
como para pedir de comer a uno que hable ese idioma”.
El muchacho ha llegado a un puerto y allí deambula muerto de hambre; el
modo de cómo Rojas hace referencia al sufrimiento del protagonista, resulta
desgarrador:
“Le acometió entonces una
desesperación aguda. ¡Tenía hambre, hambre, hambre! Un hambre que lo doblegaba
como un latigazo; vela todo a través de una niebla azul y al andar vacilaba
como un borracho. Sin embargo, no habría podido quejarse ni gritar, pues su
sufrimiento era obscuro y fatigante; no era dolor, sino angustia sorda,
acabamiento; le parecía que estaba aplastado por un gran peso”.
Incapaz de soportar su padecimiento, llega hasta un local al que el
narrador llama “lechería” y que bien corresponde a un café y/o restorán. Allí el hombre pide tan solo dos cosas para
saciar su tremendo apetito: un vaso de leche y unas “vainillas” (algo así como
unas galletas o pastelillos), aún sabiendo que no tiene cómo pagar su humilde
solicitud. Es entonces que llegamos al
inolvidable clímax de este cuento y donde el protagonista conoce quizás por
primera vez en su vida el verdadero significado de la solidaridad, en esta
ocasión bajo la presencia de quien se supone es la dueña del lugar: se trata de
una mujer, quien casi como una madre acogedora, reconoce en él su carestía;
luego en unas pocas líneas, Manuel Rojas nos regala con uno de los momentos más
sublimes de la literatura chilena. Este
gesto de humanidad por parte de la mujer, que se presenta tan maternal y espontáneo,
difiere del primer acto de solidaridad ofrecido al personaje, pero el cual es
rechazado por su destinatario (hecho por un “gringo” al comienzo del texto, si
bien difiere en su manifestación, puesto que en primer lugar es hecho por un
hombre, luego por un extranjero que no habla su idioma, o sea todo un extraño,
y por último carece del elemento afectivo que tendrá el realizado por la misma
mujer).
Cuando el protagonista (de quien nunca sabremos su nombre, quizás decisión
de parte del autor significativa, puesto que con ello “universaliza” como nunca
a su personaje, al hacer que éste represente a TODOS los pobres del mundo)
llega al sitio donde por fin pueda saciar sus necesidades, el lugar es descrito
como si se tratase del regreso al vientre materno, pues es blanco, cómodo y
grato; la condición del lugar aumenta más al ser atendido por una persona tal
como lo es dama mencionada, quien a su vez viste de blanco inmaculado y además
resulta ser de nacionalidad española (¿Otra referencia a la idea de lo
“matriarcal”, debido su relación con la llamada “Madre Patria”?). La leche misma que bebe entra cálida en su
organismo y consigue hacer que se desahogue (la leche, un nuevo simbolismo relacionado
con la figura maternal).
El cuento termina con este viajero sin rumbo henchido en su corazón con
la esperanza. Por último se queda
contemplando el mar, que en su horizonte se transforma en la promesa de un
futuro mejor.
IV- Una breve conclusión.
Como bien se puede contemplar al comparar ambos cuentos aquí analizados, se
puede observar que la potencia de sus tramas radica en varios puntos en común:
- Primero tenemos a dos personajes, una
mujer y un hombre jóvenes respectivamente, quienes se ven sometidos al
sufrimiento y al desamparo. No
obstante cada uno de ellos termina su historia con el conocimiento de que
de ahora en adelante la vida puede ser más benigna para ellos. Con respecto a la narración de Brígida,
ésta parte in extrema res, o
sea, desde el final y luego a través de un racconto al rememorar su pasado, se nos entrega el origen de
su libertad; en cambio al innominado joven de El Vaso de Leche se
les abren las puertas de la felicidad gracias a la oportunidad que le da
la mujer de la lechería (mientras que para Brígida, resulta ser el mismo
gomero el objeto que reacondiciona su pensamiento y actuar).
- Los dos cuentos están escritos en una
prosa poética, lleno de simbolismos (la música y el árbol en la obra de la
Bombal; mientras que la lechería, el vaso de leche y la mujer en la
narración de Rojas), con los cuales sus autores proyectan sus visiones
particulares del mundo, claramente influenciadas por sus propias
vivencias.
- Estos dos relatos escritos en años
cercanos entre sí, abordan la búsqueda de la felicidad de sus personajes:
a través de Brígida cuando ésta decide separarse de su indolente marido y en
el caso del joven cuando aquel opta por embarcarse en busca de nuevos
rumbos.
- Por último, resulta innegable reconocer la
destreza de sus autores al contarnos en tan pocas páginas, sendos trabajos
que todavía mantienen la frescura de su narración, inolvidables personajes
y un desenlace potente.
Arte de una edición ilustrada del recomendable cuento de María Luisa Bombal. |
Recuerdo muy vívidamente la primera impresión que me dejó "El vaso de leche" cuando lo leí, en esa etapa intermedia entre abandonar la niñez y llegar a la adolescencia. En ese entonces despreciaba la literatura chilena porque encontraba el costumbrismo y el minimalismo como una temática muy aburrida, pero hubo algo en la manera de narrar de Manuel Rojas que me cayó como un puñetazo en el estómago, en el sentido positivo de la expresión. No me atrevo a asignarle a nadie un primer lugar porque lo de "mejor" y "peor" son siempre cuestiones opinables a según qué criterio, pero de que Manuel Rojas es uno de los grandes en la literatura chilena, lo es.
ResponderEliminarMuchas gracias, Guillermo, por tu genial aporte. ¿Me vas a creer que vine a leer recién el cuento de Rojas cuando estaba en la universidad? Esa vez no dejó de impresionarme y aún al releerlo varias veces, se me hace tan visual, digno de representarlo (con la Delfina Guzmán haciendo de la señora) y sin dejar de humedecerme los ojos. En cambio "El Árbol" lo leí cabrito, apenas entré a segundo medio y apenas entendí sus recursos estilísticos y símbolos...pero igual me gustó desde aquel entonces. Parece que no te gusta la Bombal o ese cuento, je, pues nada dijiste de él.
ResponderEliminarSí, lo creo, y es más meritorio que todas las personas que llegaron y pasaron y salieron de la Universidad, y nunca han leído todos esos clásicos que pregonan haber leído para quedar de cultos e instruidos.
ResponderEliminarCon "El árbol" en cambio nunca enganché. María Luisa Bombal es una gran escritora, y posee un tremendo estilo literario, pero será que sus temas no terminan de entusiasmarme. No es culpa de ella ni mía, es sólo que hay ciertas obras que son para ciertos públicos, y parece ser que yo no estoy dentro del público objetivo para el que presumiblemente aspiraba escribir ella.
Interesante lo que cuentas acerca de tu experiencia sobre María Luisa, que con ello demuestras que efectivamente llegamos a creer un lazo con aquellos autores que nos "enganchan" y con otros por mucho que sean talentosos, no resulta (por ej, a mí no me puede gustar Borges, pero no negaré su genialidad).
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