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miércoles, 5 de junio de 2024

Así era en mis tiempos XV: Las fotografías


     Uno que ha vivido casi medio siglo y nació justo en el último cuarto del periodo anterior, ha sido testigo del desarrollo y evolución de la tecnología a pasos gigantes.  Lo anterior se hace más evidente, porque estamos hablando de recursos y medios que ocupamos de forma cotidiana y/o seguido; por lo tanto, solo basta con mirar atrás, de manera detenida, como para darse cuenta de qué manera cambió todo.
    Cuando llegué al mundo el 5 de julio de 1975, las fotografías eran en blanco y negro o en tono sepia; habían a colores ya (creo), pero estas eran caras y entonces el común de la gente en Chile, como mi familia, no tenía acceso fácil a ellas.  De hecho, las fotografías en sí era un lujo caro o al menos no eran tan populares entre la mayoría de la gente como ahora, que al menos entre mi familia no se acostumbraba a sacar fotos siempre; es así que solo tengo una foto mía de cuando era bebé (una guagua gordita y sonriente) y luego el salto fue ya a partir de los cinco años, que por ser ei regalón de mi familia, mis padres, me sacaban unas cuantas, para mis cumpleaños, en vacaciones y para ciertas actividades del colegio.  Y pensar que en la actualidad las fotografías en escalas de grises son consideradas elegantes y artísticas, puesto que las usan muchas personas con pretensiones estéticas.
     No voy a hablar de las fotos antes de mi época, que para eso tienen acceso a un montòn de páginas en la Red, puesto que la idea de estas memorias es justamente compartirles mis propias experiencias al respecto; así que aquí sigo...
    De mi más tierna infancia, recuerdo haber tenido en mis manos un objeto que me pareció raro y me llamó la atención: Era algo así como un bloque de unos diez a quince centímetros, de un material sintético como el plástico, segmentado en rectángulos; más o menos transparente todo:
 
    - ¿Qué es esto? - Pregunté a alguien todo intrigado, teniendo en mis manos el objeto y que me parecía algo de procedencia alienígena.
    - Es para sacar fotos de noche o con poca luz.  Se pone en la cámara - Me dijeron.
 
    En efecto, se trataba de un adminículo que se compraba aparte para ciertas cámaras fotográficas y se insertaba en alguna parte de esta con ese fin; el aditivo tenía una vida útil para una cantidad limitada de imágenes, hasta donde yo sé, de modo que luego quedaba inservible.  Así de prehistórico era todo en aquellos años.



     Estaban las polaroids, que era lo "último" de los avances: Una cámara con forma de buzón minúsculo, que sacaba fotos instantáneas, las que salían enmarcadas en un cuadradito con bordes blancos; eso sí, había que esperar que la imagen tomara forma, pues una vez sacada la foto y salida de la maquinita por una ranura, había que esperar un par de minutos (la verdad es que ignoro el tiempo preciso, pero recuerdo que era breve).  Por cierto, ninguno de mis cercanos tenía uno de tales aparatos y solo los vi en plazas o eventos usados por gente que vivía de esa labor; que no faltaba el caballero con delantal blanco, que ofrecía fotos sobre un caballito o poni de mentira (y tengo al menos una de esas, aunque mi recuerdo más vivido es el de un Viejo Pascuero joven y flacuchento, que para una Navidad junto a un fotógrafo ofreció por mi casa fotos para los niños).  Por cierto: Estos aparatitos fueron tan famosos, que hasta Stephen King escribió una novela corta sobre uno de ellos: El Perro de la Polaroid.
     Para las fotos, ya cuando uno logró tener su propia cámara o al menos contaba con alguna ajena a la mano, se usaban unos rollos de cinta que se insertaban dentro de la máquina. Para eso se abría una especie de puertecita detrás de la lente y en la que se enganchaba parte del filme aún sin usar, el cual sobresalía del rollo mismo; luego se dejaba hermético todo y a inmortalizar tus recuerdos.  Si se abría por una u otra razón tal compartimiento, se echaba a perder el material (en las pelis gringas, estaba la típica escena de cuando a un fotógrafo alguien, por lo general un delincuente, le jodía su trabajo de paparazzi a través de ese método).  Por cierto, los rollos que se vendían en las tiendas especializadas, que abundaban las dedicadas al rubro, eran de 24 y 36 fotos.  Salían baratos estos insumos y tenías muchas marcas para escoger en la misma tienda.
    Luego de sacar las fotos, ibas a los mismos locales donde vendían las películas y allí escogías el tamaño por el cual deseabas que te las revelaran; obvio que mientras más grandes, más caras.  Uno esperaba expectante la fecha en la que te tendrían listo tu encargo, que más encima no sabías cómo iban a quedar y si todas estarían "buenas".  Ocasionalmente el ángulo de la imagen no era adecuado y alguien salía con la "cabeza cortada" y otras veces aparecía una línea multicolor con bordes disparejos, cruzando la foto de forma vertical en uno de sus costados; a veces era justo la foto que más deseabas la fallada o que simplemente no venía en el sobre que te entregaban.
    En algunas tiendas te pasaban de regalo unos sencillos "álbumes" para meter en ellas tus fotos (unas especies de libritos que tenían unos plásticos transparentes, donde metías tus fotos) y así conservarlas para verlas todas las veces que quisieras.  Por supuesto que se podían comprar álbumes de mejor calidad, con tapas duras, algunos con una bella portada que llevaba una ilustración y con páginas que tenían una película trasparente, que cubría la superficie adhesiva de estas, donde ponías las fotos y quedaban protegidas entre la parte dura y la blanda.  En casa tenemos varias de esas y nunca llegué a completar la que me compré por mi cuenta, cuando el mundo era otro y todavía no se movía.
    A principios de siglo llegaron las cámaras digitales, me refiero a aquellas que estaban a disposición del resto de los "mortales".  La novedad era que podías ver la foto que sacabas y si no te gustaba la borrabas.  Guardabas en una memoria las imágenes, que por medio de un cable USB podías traspasar a otro medio como un computador.  Si no mandabas a imprimir las fotos, podías hacerlo tú mismo si tenías tu propia impresora.  Por mi parte, aún conservo la que me regaló mi comadrita Ledda, la que me regaló para un cumpleaños hace más de dos décadas; recuerdo que hasta le compré un bolsito, que lo llevaba colgado alrededor de mi cuello vez que la iba a usar.
    Entonces aparecieron los celulares con cámaras incorporadas, los que más encima permiten sacarse selfies y de ese modo nos volvimos locos sacando fotos a diestra y siniestra.  Cada vez estos recursos fueron más sofisticados, a medida que los mismos dispositivos se volvieron mejores; de ese modo las fotos pueden tener "nivel de belleza" y todo tipo de filtros, de modo que tendrías a mano la posibilidad de mejorarlas a gusto y que no se te notara tanto el paso de los años.  A partir de entonces, por mi parte, me limité a usar solo mi celular para sacar todas las fotos que quisiera.
   Cabe mencionar que, si bien las más jóvenes generaciones hoy en día cuentan con la misma mentada tecnología, solo en raras ocasiones saben del placer que es tener en tus manos esos retratos del pasado; algunos y algunas sabrán apreciarlos como corresponde.

sábado, 13 de abril de 2024

Así era en mis tiempos (XIV): Los álbumes de láminas (cromos)


        Pasé toda mi infancia en los ochenta, adolescencia y primeros años de la adultez de los noventa (o sea, cuando aún era un estudiante y me encontraba en la universidad), coleccionando álbumes de láminas.  Cuando me refiero a estos, les estoy hablando de esa especie de revistas de grapas, dedicadas a una temática en especial (por lo general una franquicia), en la cual se pegan láminas con imágenes numeradas y cuyo objetivo es conseguirlas todas para lograr tener el álbum completo.  Lo anterior resultaba algo difícil, puesto que las láminas las conseguías, por lo general, comprando sobres que venían sellados y las traían al azar (en número de cinco por cada uno).  Por lo tanto, la única manera para lograr tu objetivo, además de hacerlo por medio de la compra consumista de sobres, era intercambiando las repetidas con otros ñoños como tú (por lo general de tu misma edad, si bien creo tener el recuerdo confuso de haberlo hecho con uno que otro mayor con alma de niño). Años después, ya en los últimos años de mi coleccionismo, en las ferias (especie de mercados al aire libre e informales- no dan boleta- muy populares en Chile y en las que se venden alimentos, naturales y procesados, hasta ropa, juguetes, electrodomésticos, antigüedades y de todo en la práctica) comenzaron a vender algunos, más avispados, láminas sueltas para regocijo de los frikis.
    Tenía la idea, tan propia del llamado pensamiento mágico de los niños y de la gente de escaso conocimiento científico, de que, si compraba en kioscos y otras tiendas no habituales, de donde lo hacía generalmente, conseguiría los números que me faltaban.  Por otro lado, el regalo ideal para pedirle a los adultos que nos visitaban o que salían a alguna parte, era que me trajeran uno que otro sobre y con algo así de sencillo sí que era feliz.
    Uno de pura memoria visual sabía qué números le faltaban y en mi caso pocas veces me confundía entre uno y otro.  Había quienes llevaban un registro anotado y solo ya en el siglo XXI, dentro del mismo álbum iba un apartado en un recuadro, para marcar el orden de las láminas que uno tenía.
     Hasta mediados de los ochenta, más o menos, las láminas se pegaban usando algún tipo de químico.  En esos años mi papá, en el negocio que tenía en casa vendía una "goma" muy económica,  líquida y verdosa, poco funcional, que usaba a veces para realizar esa labor y mis tareas escolares; no me gustaba mucho y por eso conseguía que me pasara luego cola fría, de mejor consistencia, y cuando llegó el avance del Stick-Fix y similares, ese fue el tipo de sustancia que comencé a usar (creo que en mi infancia muy temprana, incluso usé engrudo, un compuesto de harina y agua que mi propio padre preparaba).  En los mismos ochenta, comenzaron a salir las láminas autoadhesivas, un gran avance para los coleccionistas como yo, que primero venía una por sobre y eran imágenes especiales; luego, cuando se abarató este recurso, ya todas poseían esa cualidad.
     Siguiendo con las láminas, luego comenzaron a salir unas especiales, de bordes dorados, por ejemplo; por completar estas, me parece, te daban un premio especial y es que, por cierto, estaba olvidando que tras llenar tu álbum recibías de obsequio un póster o algo similar (siempre un objeto "humilde", que tu corazoncito de niño recibía como si se tratara de la gran cosa, aunque todavía estoy esperando el cuadro del SDF1 que me gané por completar el de Robotech).  Igual había sorteos de premios mayores, claro que nunca gané uno como computadores y bicicletas.



     Respecto a las láminas, no puedo dejar de mencionar que con otros niños (por lo general varones, que era escasa, en aquellos tiempos, la chica que tuviese este tipo de intereses y si llegaba a conocerla la admiraba mucho) jugábamos con las imágenes repetidas: Se ponían dado vuelta en el piso, con el dibujo hacia abajo para que no se viera; uno debía golpearla con la mano y si lograba darla vuelta, para que se viera la foto o ilustración, se la "ganaba" a su rival.  Una vez conseguí tantas del otro chico, que este se puso a llorar y "se hizo la vístima", al punto que mis papás me obligaron a devolvérselas (y obvio que me molesté por ello).
     En algunos álbumes iba una introducción acerca del tema, por lo general breve, que de chicos pocos éramos los que nos interesábamos en esos detalles; no obstante, en algunos casos, abajo de la imagen en cuestión iba un pequeño texto explicativo, para orientarnos de qué trataba.
    Existían álbumes de divulgación científica, que coleccioné dos distintos sobre el cuerpo humano y salud; también tuve en mis manos en 1986, uno dedicado al cometa Halley, antes de su paso por nuestros cielos.  También educativos y que compré fue el dedicado a Cristóbal Colón, que no recuerdo si fue en torno a una miniserie sobre el personaje histórico o para aprovechar el quinto centenario del "Descubrimiento de América" en 1993.
      La memoria también me falla, cuando evoco un hermoso ejemplar que encontré ya completo, no sé si en mi casa o, tal vez, donde mis abuelitos maternos, llamado Maravillas y curiosidades del Mundo; este, con dibujos muy cuidados y/o preciosistas, trataba (tal como decía su nombre) acerca de numerosos ejemplos a lo largo de la historia y del mundo, de construcciones, flora y fauna, entre otros, que debido a sus cualidades únicas las convertían en verdaderas maravillas (la existencia de una flor gigantesca en África, me impresionó al punto de que todavía la puedo rememorar). Me pregunto de quién habrá sido ese ejemplar, que lo pillé en los ochenta, pero creo databa de los setenta; como el resto de los que tuve conmigo, se perdió con el transcurso del tiempo.
     También hubo uno que se llamaba Flora y Fauna, pero solo ahora logro tener una deslucida imagen suya en mi cabeza, gracias a mi amigo Jorge Lorca, que me lo nombró cuando le conté de este texto cuando lo estaba escribiendo.


    Respecto a los álbumes sobre el cuerpo humano que tuve, el que lejos más me gustaba era el perteneciente a la editorial Artecrom, una de las dos destacables empresas que en Chile sacaban este tipo de material.  Lo tuve dos veces, con bastantes años de diferencia y en las páginas del medio, traía dibujos del cuerpo humano completo, desde pies a cabeza, uno sobre los huesos, otro acerca de los órganos internos y otro en torno a la musculatura ¿Tenía más siluetas como estas? ¿Tal vez unas cinco? A diferencia de las láminas típicas, rectangulares, estas imágenes eran pequeñas y con la forma del hueso, órgano o músculo que representaban.
     El otro álbum dedicado al cuerpo humano, lo sacó Salo, la empresa con mayor relevancia en esta industria que tuvimos acá y que permaneció hasta primera década de este siglo.  Gracias a la sección dedicadas a las enfermedades, me enteré de que existía la Otitis y así fue cómo al ver sus características, pude deducir que mi hermana menor se había contagiado de ese bicho; cuando el doctor a domicilio verificó mi diagnóstico, mis papás alucinaron con la idea de que de grande me hiciese médico. Por otro lado, debido al éxito de este título, luego salió un complemento que se compraba aparte, consistente en un "librito" tipo pop-up, que desplegaba un cráneo al que se le pegaban sus huesos ¿Era más complejo este para ser armado, teniendo otros elementos?
    Creo que el álbum más sui generis que tuve, fue uno dedicado nada menos que... ¡Al rock chileno! Se llamaba Los Hipergrosos! (ignoro si la grafía que uso es la correcta, que he buscado imágenes al respecto y nada he pillado en la Red) Su nombre tan estrafalario, correspondía a un chilenismo que se usaba en los ochenta, hoy hace rato caído en desuso; bueno, la verdad es que se componía de dos expresiones que, juntas" eran algo así como decir "Muy genial", obviamente referidos a los músicos que aparecían en sus páginas.  Fue una interesante manera, y destacable, de impulsar el arte musical nacional de la época, que en todo caso algunos nombres triunfaron más que otros y la mayoría hoy ya han sido olvidados (por ejemplo ¿Alguien se acuerda de Venus, compuesto de puras féminas?)
    No puedo dejar de mencionar a Basuritas, una colección que fue polémica debido a la truculencia de sus "preciosos" dibujos.  Eran truculentos, porque mostraba a niños monstruosos, que tenían una característica en general, está ligada a cosas tan dispares y asquerosas como los mocos o la caspa; y era preciosos, porque estaban muy bien hechos, pese a todo tenían un aspecto tierno y primaban el humor (negro) por sobre lo terrorífico.  Cada personaje tenía su propio nombre, el cual era un juego de palabras relacionado con su particularidad. Debido a la belleza "diferente" que había en sus láminas (no olvidemos el importante detalle, de que salió en plena dictadura), no faltaron las "almas sensibles" que quisieron censurarlo, por encontrarlo tanto de mal gusto, como inconveniente para los pequeños; pero lo prohibido y escandaloso provoca más interés cuando se trata de quitarlo de en medio.  Debo mencionar dos cosas en especial sobre Basuritas y yo:
 
1. Tuve una pesadilla infantil respecto a sus imágenes. que creo me hizo despertar asustado (tal vez llorando o gritando): Me encontraba en el baño de mi hogar, mirándome al espejo, cuando entonces mi rostro comenzó a deformarse, hasta volverse el de una de las criaturas de Basuritas.
 
2. Había una lámina claramente homofóbica, pues mostraba a un niño varón afeminado.  Era la típica caricatura de una época, en la cual era habitual reírse de la homosexualidad, siempre reduciéndola a lo femenino.  En su momento, supongo, no me detuve mayormente en el discurso detrás de su "mono"; no obstante, hoy en día habiendo asumido mi propia condición y pese a que no soy una "loca" (tampoco un "camionero") la encuentro ofensiva y me alegro de que dicha lámina hoy en día merezca el rechazo de la opinión pública.
 
    Tal como pasó con el susodicho álbum de Salo, en torno al cuerpo humano, el éxito de Basuritas hizo que saliera al menos un complemento: Un póster, que también se compraba por separado, para agregar en él nuevos personajes.  Creo que tanto el uno, como el otro, los llené.



    Obviamente debido a mis inclinaciones "artísticas", los álbumes que más compraba eran los dedicados a las series que veía; por lo tanto, tuve en mi poder (entre los que puedo recordar): Sankoukai (de un live action japonés, inspirado en Star Wars y que me tenía loco de niño),  los Transformers, Los Ositos Cariñositos y Disney (estos últimos dos, dentro de lo más "tierno" de mi persona), entre los que puedo recordar ahora.  Todo eso fue en mi infancia.  Un caso aparte de esa época dorada, viene a ser el de Los Thundercats, que no se compraba, sino que el álbum y los sobres se cambiaban por tapitas de Coca-Cola, así que no solo consumía con más ganas esa famosa bebida, sino que andaba buscando hasta en la basura el recurso para completarlo.
    Sobre los títulos que tuve a disposición en mi adolescencia, nada puedo decir que lo tenga fresco en la memoria; sin embargo, en los primeros años de la adultez también me dediqué a este pasatiempo, o sea, cuando estaba estudiando Pedagogía, con Sailor Moon (recuerdo que en el comercial salía un tipo guapísimo vestido de Tuxedo Mask, que me hacía tener más ganas de completarlo, je) y Los Caballeros del Zodiaco, dentro de lo que puedo mencionar.  Del anime también llamado Saint Seiya, tuve al menos dos álbumes, creo que uno acerca de la Saga de Poseidón y otro sobre la peli La Batalla contra Lucifer; este último lo conservo de esa época, creo está en uno de mis baúles o en una de mis bibliotecas... En todo caso, la edición que sacó Salo de esta última colección, era bien deplorable y es que los fotogramas que reproducían sus láminas eran de muy mala calidad, como sacados de una copia pirata en VHS del filme; pero era lo que había y como bien decimos acá: "Peor es mascar lauchas".
    Ya he contado que la principal editorial chilena, especializada en el rubro que hoy nos reúne, fue Salo.  En los ochenta uno podía hacerse socio de forma gratis y si se convertía en uno, le llegaba por cada nuevo álbum que saliera, un ejemplar por correo y dos sobres de regalo... ¡Y por supuesto que accedí! Ignoro cuánto tiempo duró este beneficio.  Me dio mucha pena cuando cerró Salo en 2010, que con ello se fue otra parte importante de mi vida.
    Por última, si se es chileno o latinoamericano, bien se sabe que acá el deporte más popular es el fútbol; pues a mí nunca me gustó y hasta llegué a detestarlo, porque crecí en una época y cultura, en la que te trataban de poco hombre, de mariquita y se burlaban de ti si no te entusiasmabas con un partido.  La verdad es que bien poco me importaba, ya desde niño, lo que decían de mí gente que no tenía incidencia en mi vida (mis familiares y amigos, que me conocían, nunca me molestaron al respecto e incluso mi papá, refanático del balompié, tampoco se gastó en imponerme su pasión); sin embargo, mi mamá, que puede ser muy rústica si se lo propone, sí trató de convencerme para que fuera igual que los otros niños... Por eso cuando me llegó de regalo, uno de los tantos álbumes de fútbol de Salo, que sacaban todos los años una nueva versión, hasta se ofreció pasarme plata para pagarme los sobres; reconozco que lo intenté unos cuantos días, pero como bien digo ahora: "No soy deportista pasivo y no me importan los deportes de equipo y competición".
    Eso.


                  Ahora que vuelvo a ver este comercial... ¡No era gran cosa el cosplayer!

miércoles, 29 de junio de 2022

Así era en mis tiempos XIII.


 
Algunos otros medios de comunicación a distancia.
 
1. El telégrafo.
 
    Su utilidad y popularidad habrá durado unos... ¿150 años más o menos? Apareciendo retratado en numerosas películas y en especial en los westerns.
    Corresponde a una serie de señales que- a menos que me equivoque- usaban el famoso Código Morse (ese mismo de PUNTO y RAYA que tanto sale en la películas), para por medio de una serie de cables mandar información a distancia, que desde el otro lado eran transformados por un intérprete (persona) en lengua escrita. Es así que, con una maquinita bastante pequeña, el emisor (generalmente el representante del servicio de mensajería contratado), daba una serie de golpecitos y estos mismos eran recibidos y traducidos en su destino.  Luego, en un papel el mensaje, bastante breve y conciso, que se evitaban oraciones largas, signos de puntuación varios y lenguaje informal, como poético, era mandado junto a un emisario al destinatario real (quien, por lo general, no tenía idea de la noticia que le iba a llegar, ya que en ese tiempo los teléfonos no estaban masificados y usar el correo normal era demasiado lento, como para haber enviado una epístola, puesto que la premura exigía este otro recurso más dramático).
    Se cobraba por palabra, así que artículos, conectores y otros términos eran obviados en el mensaje final, primando sustantivos y verbos (estos últimos sin conjugaciones).
    Tengo el difuso recuerdo, en los ochenta, de ver que a un vecino le llegó un telegrama (que así se llamaba el documento que le enviaban a uno), traído por un motorista... Y al respecto, sí tengo claro que al presenciar esto, pensé "Cuando sea grande voy a ser importante y recibiré alguno"... Sin embargo, como ya saben, no se hizo realidad mi sueño y no porque no me volviera alguien importante (para algunos), sino porque esta tecnología quedó superada hace rato.



    De cuando era niño (o más bien adolescente) tengo presente en mi memoria el siguiente chiste:
 
     Un matrimonio pasa penurias económicas y el marido se ve obligado a irse a trabajar a otra ciudad.  Como las cosas no han mejorado, la esposa debe mandarle un telegrama a su cónyuge, aunque como apenas tiene para pagar el documento, solo envía de mensaje seis letras P seguidas.  Cuando le llega al hombre su mensaje, de inmediato lo entiende... Poca Plata Peligra Poto Posible Puta.  Entonces envía su respuesta, con la misma economía de letras de su señora: CCCCCC.  La mujer le entiende sin problemas: Cobra Caro Cuida Culo Cariños Carlos.
 
    Por último, en la película homenaje al espagueti western, de Alex de la Iglesia, 800 Balas, hay una escena muy graciosa y en la que uno de los personajes encarga un telegrama, justamente a su pareja; la verdad mejor ver ese momento, que leerlo por acá.


2. El beeper.
 
    Era un aparatito más o menos rectangular, con una pantalla en el cual llegaban mensajes breves, enviados por una operadora y que se podía guardar en un bolsillo o sujetar en el cinturón (bueno, una cartera supongo que también era un lugar ideal para guardarlos ¿No?).
     Por lo general, era de uso de las empresas y que por medio de dicho instrumento se comunicaban con sus empleados, que trabajaban en horarios flexibles y a los que debían citar para cumplir con sus funciones, hallándose en sus hogares u otros lugares.  Su usuario se enteraba por medio de un pitido, que tenía algún mensaje.
     En los noventa, me tocó ver mucho la funcionalidad de este aparatito, debido a que un cuñado mío andaba a todo rato con él, debido a su propia condición laboral.
     Supongo que, fue el mejor recurso para comunicarse en circunstancias como las ya mencionadas, cuando los celulares eran gigantescos, poco accesibles y carísimos. Claro que no permitían escribir una respuesta en ellos, o sea, solo recibían el mensaje en cuestión.
     Durante un tiempo, un amigo se obsesionó con la idea de que cada miembro del grupo tuviera uno... Hecho que nunca se cumplió.

 
3. El fax.
 
    Antes de los correos electrónicos y el whatsapp (con la aplicación de sacar fotos incluidas, para enviar no solo textos, sino imágenes), la única manera de mandar un documento más o menos extenso (la verdad, unas cuantas páginas), era una máquina parecida a una impresora.  Es así que, conectada esta a la línea telefónica, haciendo pasar una hoja con el texto y/o imagen que se deseaba compartir, por una rendija que leía/copiaba el original, permitïa que al otro lado de la línea llegaran los datos y que luego se reproducían exactamente en una nueva hoja de papel.
    Para lograr lo anterior, el remitente debía llamar al fono del destinatario y pedir "línea para fax", de modo que quedara disponible la vía de comunicación y entonces cuando estaba listo sonaba un pitido.  La verdad es que de todos los faxes que vi, la calidad de la impresión no era buena, todo en tonos deslavados y siempre en escala de grises, que nunca pude apreciar (ni en las películas), nada a color.  Queda claro, que para que funcionara todo esto, ambos destinos debían contar con su línea telefónica funcionando, papel y tinta.  Por cierto, los mensajes podían ser tanto impresos, como hechos a mano.
    En mi caso, solo ocupé este recurso para mandar curriculums, durante alguna búsqueda de trabajo y era todo un engorro, pues comencé a usarlo cuando ya estaban disponibles los correos electrónicos, lo que en este último caso podía ocupar "gratis" y desde la comodidad de mi casa; así que debía buscar un lugar donde prestaban ese servicio.  A menos que me equivoque, se dejó de usar esta tecnología recién a finales de la década pasada.
     Cabe mencionar que este aparato fue tan importante en su época, que al menos en el español propició el neologismo (ya caído en desuso por razones obvias) faxear (de mandar fax).



jueves, 30 de septiembre de 2021

Así era en mis tiempos XII: Las Bibliotecas y los trabajos escolares y universitarios de antaño.

 

    Antes de Internet, del "Oráculo Digital" de Google y de la inmensa cantidad de material que podemos hallar, consultar y descargar de la Red, estaban (y aún se encuentran entre nosotros) las bibliotecas "físicas".
    Nos hemos acostumbrado a la inmediatez, no solo en las relaciones interpersonales gracias a la masificación de las redes sociales, sino que también a la hora de conseguir muchas cosas que en la presencialidad implican viajes y tiempo para obtener lo que queremos; la comodidad y la eficacia de estas herramientas se agradecen, pero implican también la pérdida de experiencias que, al menos los más "viejos" como uno, recordamos con cariño y nostalgia.
    Hoy en día si uno quiere saber de un tema determinado y/o requiere algún libro en especial, puede indagar en el ciberespacio y llenarse de datos al respecto, en el primer de los casos, como por igual conseguir sin mayores gastos económicos publicaciones, que de otra manera pueden ser muy caras o que son en la práctica inencontrables (como pasa con los títulos descatalogados y ciertos textos técnicos).
    En mi época de estudiante, de colegio y luego universitario (esto durante el siglo pasado), cuando debía realizar una investigación para un trabajo determinado ("hacer una carpeta" se le llamaba), tenía dos opciones si es que no contaba con la bibliografía a mano: La primera era ir a una biblioteca y pedir/buscar ahí el documento que me fuera más beneficioso para mi labor; ello implicaba quedarme en dicho lugar (a menos que me prestaran el tomo en cuestión) y si no tenía la opción de fotocopiar lo que me servía, copiar a la manera "amanuense" en un cuaderno la información que me servía.  Para encontrar los libros adecuados a las necesidades de cada uno, se accedía a unos archivadores llenos de tarjetas, ordenadas alfabéticamente o según asunto a tratar; luego uno daba el código respectivo a los bibliotecarios y ellos buscaban entre las corridas de libros en existencia; habían (y todavía existen, supongo) bibliotecas donde uno mismo accedía a los estantes en los cuales estaban los textos, cuidadosamente ordenados y etiquetados.
     El segundo caso, que fue muy utilizado por este servidor durante su etapa previa al pregrado (cuando era una blanca palomita), merece un párrafo aparte, puesto que es el que mejores remembranzas me trae.

La última carpeta que hice,  en cuarto medio y para la que ocupé más bibliografía que nunca.


     Todos los miércoles con el diario La Tercera salía una revista de carácter infantil/juvenil llamada Icarito; esta tenía una intencionalidad pedagógica y en tiempos en los cuales uno no tenía acceso a bibliografía específica, era el medio adecuado para contar con información variada (y de manera económica, puesto que venía gratuita con el periódico), que podía servir ante una eventual tarea del colegio.  En un principio esta publicación en cada número abordaba tópicos diversos y creo que hasta juegos traía; sin embargo, no tengo mayor memoria al respecto, de esta primera etapa suya que duró años, puesto que no la coleccionaba.  Fue en el transcurso de los ochenta, me parece que a mediados de esa década prodigiosa, que la revista comenzó a tener una modalidad monotemática, comenzando por una larga serie de ejemplares dedicados a la computación, cuando para mí el tema era algo muy alejado a mi cotidianeidad y me parecía algo más bien algo propio de la ciencia ficción; la informática de ille tempore distaba bastante de lo que es ahora, pero el pequeño que era en ese entonces, alucinaba con esas líneas y apenas vislumbraba que tendría tan estrecha relación durante mi adultez.  Nunca olvidaré el comercial para la tele, que anunciaba la nueva etapa de Icarito y que con una voz robótica presagiaba:
 
"¡Computación, tecnología del futuro!"
 
     Aprendí mucho gracias a esas monografías.   Un lugar aparte en mis recuerdos y corazoncito, tienen los especiales sobre pintura internacional y nacional, cine y grandes mujeres de la historia.
    Cuando estaba en enseñanza media, mis profesores nos tenían prohibido utilizar el Icarito para realizar nuestras carpetas; no obstante, yo los engañaba y cuando debía mencionar la bibliografía que ocupaba, me inventaba el nombre de los libros y de las editoriales; el de los autores los sacaba de los afiches de cine, que tenía pegados alrededor de mi cuarto.   Obviamente también usaba enciclopedias cuando podía conseguirme.
     También salían otras colecciones educativas en los diarios, estos tipo libritos de grapa, entre los que recuerdo aquellos sobre los próceres de Chile y, especialmente, uno dedicado a nuestra rica mitología (uno de mis temas favoritos).
     Un lugar destacado en mi biografía, tienen las llamadas láminas Mundicrom, hermosas ilustraciones a todo color que se compraban en paqueterías; estas abarcaban numerosas temáticas y se adquirían para ilustrar actividades escolares varias, incluyendo "diarios murales".   La empresa nacional que sacaba esta serie, también editó un montón de álbumes de coleccionables, muchos de ellos de tipo educativo (como uno muy hermoso del cuerpo humano que recuerdo estuvo a la venta en dos ocasiones diferentes y me gustaba harto).
     Los chicos de ahora ignoran todo este mundo y actividades, por lo mismo cuando puedo en mi labor de profesor les cuento de cómo era la vida en mis tiempos; lo mismo hago con mi sobrinito Amilcar de 12 años en la actualidad y es emotivo recordar junto a él esos pasajes de mi existencia que comparto con mis contemporáneos.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Así era en mis tiempos (onceava parte): Las cartas.


    Hoy en día la tecnología nos permite comunicarnos con gran parte del mundo en "tiempo real" y ello por medio del desarrollo de la computación e Internet (aún recuerdo un comercial de la tele, cuando era un niño en los ochenta, sobre los especiales de la revista infantil Icarito sobre la computación y una voz robótica decía "Computación, tecnología del futuro", algo que no dejaba de maravillarme y hoy en día compruebo aún más maravillado de cómo estás palabras se hicieron proféticas).  Estés donde estés puedes escribirte con alguien o hacer videoconferencia, siendo estos medios hoy esenciales en los tiempos que vivimos, la era del Covid-19 y la cuarentena. Si no es posible por una u otra razón mantener este diálogo de manera espontánea, están los correos electrónicos, el WhatsApp y otros recursos, de modo que apenas se conecte tu destinatario podrá enterarse de tu mensaje que queda grabado en la pantalla o se "abre" con solo acceder a la aplicación correspondiente.
     CORREO, que palabra más hermosa, que al menos a mí en esta era de la inmediatez me remite (y acá uso de adrede este verbo conjugado) a recuerdos muy queridos.  Antes los correos no funcionaban en base a bips, sino que eran escritos a mano o a máquina; la caligrafía decía mucho del emisor de esos textos y la tipografía de la máquina de escribir también le daba cierta elegancia y realce a la carta, aunque no había cómo realizar a mano la misiva y/o leer la letra de quien con tanto sentimiento te había hecho dicha epístola; que algunos realizaban sus escritos con arte en cada letra, procedimiento digno de elogios.
    El cartero, la persona que se encargaba de hacer llegar estos documentos personales, era todo un personaje legendario, incluso heroico, quien antes del desarrollo moderno de los medios de transporte arriesgaba su vida recorriendo a pie o en montura para llevar entre lugares apartados su valioso cargamento; a veces incluso se enfrentaba a bandoleros, otras a todo tipo de bestias salvajes y en muchas ocasiones a la inclemencia del tiempo (se me viene a la cabeza como ejemplo, la famosa novela de Jack London El Llamado de la Selva, sobre un perro que junto a otros llevaba en trineo a sus amos carteros en los territorios de Alaska durante el siglo XIX).
     La gente esperaba con ansias las cartas y a veces podían pasar no solo días o semanas, sino meses (¿O años?) en tener nuevas noticias (que ya eran viejas cuando llegaban) del ser querido que nos había escrito o en tener la esperanza de que nuestras propias palabras  habían llegado a buen destino.  A los mismos carteros se les esperaba con una propina o en el mejor de los casos y en especial en tiempos más pretéritos o en el campo, con alguna atención como un refresco, un café y alguna cosita rica para comer.  Testimonio de esto y de lo importante que era para uno dichas ceremonias, lo encontramos en la novela El Color Púrpura de Alice Walker y un emotivo cuento de Ray Bradbury, cuyo nombre no recuerdo, donde una mujer analfabeta espera con ansias las vacaciones y a su sobrino de visita, para que le lea las cartas que le llegan, no importa si son de carácter comercial.  Asimismo, el cartero se convierte en un personaje de connotaciones literarias en obras tales como Ardiente Paciencia, también conocida como El Cartero de Neruda, de mi compatriota Antonio Skármeta.
    La historia real y las historias ficticias se encuentran llenas de bellos ejemplos de todo esto que les he contado. Que en el primer caso están las cartas o relaciones de los conquistadores europeos del Nuevo Mundo y que daban cuenta de sus viajes, hechos y acciones a sus mecenas; mientras que en el segundo, aparte de los ejemplos ya mencionados más arriba, los hayamos en novelas tan emblemáticas como Frankenstein, Wherter y Drácula.
     Con mis 45 años de edad, puedo afirmar con orgullo que alcancé a conocer y disfrutar los últimos días de gloria del correo personal.  La verdad es que no mandé muchas epístolas por correo, pero las pocas que sí, lo hice con el corazón lleno de gozo.  Era un niño cuando redacté mis primeras cartas de este tipo y luego un temprano adolescente, que mis iniciales experiencias fueron para unos cuantos programas de televisión, cuando era costumbre hacerlo y de ese modo se podía participar en concursos o se leían en pantalla aquellas seleccionadas o también se tenía el honor de ser saludado por el conductor y/o anfitrión del show (como una vez tuve la suerte de que me pasara).  Esas primeras cartas las hice con lápiz mina, que como ya dije era bien chico cuando incursioné en ello.  Al respecto, recuerdo una ocasión en la que le escribí a alguien de mi edad, cuyo nombre y dirección encontré en una revista, pues deseaba mantener contacto con alguien que también gustara del cine; cuando pensé que me había llegado la primera carta de respuesta, en realidad era la mía que me la habían devuelto amablemente, porque en esa casa ya no vivía mi destinatario (que no recuerdo ya su género sexual).
     En una de las esquinas de la cuadra en la que se encuentra mi casa, había un precioso buzón de metal y que media más o menos un metro de largo. Con forma de hongo y ancho (¡Ya están pensando los malpensados en una forma fálica!) estaba pintado rojo y azul.  Allí depositaba mis cartas y pese a que mi mamá o mi papá me habían advertido, que los malintencionados echaban fósforos prendidos en su ranura vertical para quemar su contenido; no obstante!, nunca les creí y llevaba allá mis misivas con esperanza y antes de depositarlas en el sagrado buzón, les daba un beso para la suerte. Habría sido lindo tener una foto junto con ese objeto, hoy parte de mi memoria y que lo traigo al presente casi como si fuera la única persona de por acá que lo recuerda.  Por cierto, era habitual que las casas tuvieran su propio buzón, muchas veces arreglados con premura y donde los hay, ahora se llena de cartas emitidas de forma mecánica, de cuentas que pagar y propuestas comerciales.



    Habían hojas especiales para cartas, algunas blancas y otras de colores; estaban las esquelas, que llevaban dibujos y hasta aroma (mi hermana Mabel compró varios paquetes para vender en el bazar de mi papá y ganarse una platita extra, que muchas veces fuí su mejor cliente); en mi caso, algunas ocasiones usé humildes hojas de cuaderno.  También habían sobres de todo tipo y tamaño, incluyendo los para el territorio nacional y los para las cartas dirigidas al extranjero, que llevaban bordes en azul y rojo, todo muy bonito. También realicé mis propios sobres con aspecto creativo u ocupaba los que hacía mi papá para vender en el negocio de mi casa y que pegaba con engrudo preparado también por él mismo.
     Dentro de las cartas podías poner una flor o una hoja de alguna planta para que llegara disecada como regalo a tu ser querido; a veces incluías fotos o algo pequeño que pudiese ir transportado como polizón junto a tus palabras.
     Luego estaban las estampillas, llamadas sellos postales en algunos lados. Preciosas ilustraciones hechas en exclusiva para este medio y reproducidas en pequeños recuadros para indicar la procedencia de la carta, se compraban para poner en el sobre por el lado del destinatario.  Por años hubo gente (y de seguro quedan muchos millones a lo largo del mundo) que las coleccionaban e incluso llegaban a pagar grandes sumas de dinero por las extranjeras y de edición limitada o con alguna otra característica especial. También se intercambiaban. Yo mismo estuve un tiempo dedicado a la filatelia, aún siendo niño, como se llama a este coleccionismo. 
    Respecto a lo afirmado en los dos párrafos anteriores, les cuento que mi papá tenía un amigo al que quería mucho, antiguo colega de su juventud como trabajador en la imprenta.  Zacarías se llamaba, su apellido no lo recuerdo; este caballero vivía ahora en otra ciudad, hacia el campo y de vez en cuando se escribían cartas (mi papá tenía una preciosa letra y también buena labia, pese a que no terminó su educación escolar).  Un día orgulloso me mostró el sobre de la nueva misiva que le había llegado y sumado a la estampilla oficial, iba una dibujada por su talentoso compañero, donde se suponía salían ambos abrazándose con gesto fraternal; se notaba que estaba emocionado cuando compartió esto conmigo. Esa imagen se me quedó siempre grabada y lo mismo el gran afecto que sentía mi padre por ese señor, que me preguntaba y lamentaba por qué no se veían seguido o al menos un par de veces al año.  Supongo que saqué de mi progenitor el amor a este medio de comunicación y el aprecio a mis propios amigos.


     Existía la tradición de mandar tarjetas de saludos de cumpleaños o Navidad, por medio del correo; la cantidad de sus palabras vertidas variaba según la persona, que igual podía hacerlo solo por compromiso (y en ese caso apenas iba su nombre y firma y una que otra fórmula de buena voluntad, lo que pasaba con los jefes a sus empleados más cercanos) o por verdadero deseo de saludar de forma física a quien estaba lejos de uno... En mi caso, ni de una u otra forma recibí este tipo de cartas y cuando tenía la costumbre de saludar a fin de año a mi gente así, se las pasaba directamente.
     Emparentadas con las anteriores tarjetas, eran o son, mejor dicho, las postales; corresponden estas a imágenes de lugares reales, reproducciones de fotos del lugar que uno ha visitado o donde vive y que se mandan a alguien determinado durante el viaje que se está haciendo o como habitante de tierras lejanas a quien se haya en otro lugar.  Como no se doblan a diferencia de las tarjetas, hay poco espacio para escribir.  Por cierto, es muy habitual encontrarlas en aeropuertos, estaciones de trenes y buses de recorridos largos.  Creo que solo recibí una de estas y si no me equivoco de Francia (que por igual mantuve una breve amistad epistolar con un grupo de chiquillos de allá cuando participaba en la pastoral juvenil de la capilla donde iba a misa).
     También era habitual entregar las cartas por mano, es decir, entregárselas a otra persona que de manera informal se la pasaba a nuestro receptor; ello por lo general aprovechando un viaje justo donde vivía, sino en la misma casa o cerca, el objeto de nuestros pensamientos. Hartas de estas mandé y recibí, que un tiempo hice una amiga a la que al final nunca conocí, pues en un momento uno de los dos dejó de escribir y la infancia misma sin mayores preocupaciones me alejó de esa relación a distancia.  Esos mensajes iban llenos de dibujos y a veces ni siquiera estaban dentro de un sobre, sino que el documento mismo se doblaba en numerosas pliegues y se pegaba con scotch en algunos bordes para asegurar su privacidad antes de llegar a destino.
    Dos de esas cartas enviadas por el sistema recién mencionado, emocionaron hasta las lágrimas a mis receptores.  Una de ellas a mi querida tía Elsa, quien llevaba ya años viviendo en Australia, pues me di cuenta que la extrañaba, así que se lo hice saber; y otra a los "Jefes" del grupo de scout en el que estuve durante un par de años al inicio de mi adolescencia, a quienes escribí porque echaba de menos asistir a las reuniones, luego de que por puro caprichoso me saliera del grupo y lo que yo quería era volver porque los había visto/oído desfilar fuera de mi casa y me dio nostalgia (que, en todo caso, nadie me había echado... Sin embargo así funcionaba mi mente, aún a los 14 años bastante infantil ¿No?)
    Luego ya adulto me tocó ir a dejar cartas a Correos de Chile, a un hermoso edificio centenario que está en pleno Centro de Santiago y no eran por motivos íntimos, sino que se trataba de currículums para postular a trabajos como profesor.  Harta plata gasté en ello y menos mal que ahora solo piden enviar estos documentos por correo electrónico o ir presencialmente en el menor de los casos.
      Se me estaba olvidando que con mi amigo Hans Gerke, de Alemania, tenemos la costumbre de escribirnos cartas electrónicas.  Nos mandamos una al final de cada mes, a veces yo con desface de algunos días.  Así nos contamos la vida y nos actualizamos de lo que nos ha pasado el último tiempo; también nos mandamos fotos.  Llevamos en esto más de una década desde que nos conocimos y si bien ahora charlamos por WhatsApp de vez en cuando (que no hace mucho Hans lo usa, pues no le gustan muchos estos medios y prefiere llamar por teléfono), no hemos perdido la costumbre.  Es una rito que nos une y trae recuerdos de esa época de la que ya les he hablado, que con nadie más lo hago.
      Este año sui generis que ya termina, he tenido la suerte de impartir un nuevo ramo relacionado con mi especialidad y que se llama Taller de Literatura; en pocas palabras, consiste en aprender a realizar distintos tipos de textos literarios, primero conociéndolos de manera teórica, con ejemplos destacados de autores y obras, para leer estas últimas y comentarlas.  Ha sido una experiencia hermosa para mí, si bien he tenido que adaptar todo a las clases por videoconferencia; no obstante, he tenido buena llegada con los alumnos en mis actividades y eso me hace muy feliz.  Y justamente uno de los contenidos corresponde a la literatura epistolar, que leímos algo de ello (fragmentos, claro, como el potente comienzo de Carta de una Desconocida de Stefan Sweig), para que luego los chicos escribieran un cuento breve en ese formato.  Pero a lo anterior, yo innové que lo escribieran a mano, además de en Word y además hicieran un sobre con todos los detalles, incluyendo una estampilla... Hubo trabajos preciosos.  El año que viene le haré esta asignatura a otra generación y ojalá pueda ser presencial, porque entonces deseo que tengamos un buzón hecho por los mismos estudiantes y se haga una entrega masiva de cartas "a la antigua", con alumnos haciendo de carteros entre los distintos cursos, que el colegio donde trabajo ahora es tremendo.  A ver cómo me va, que me entusiasma hacer este tipo de actividades.

Vieja postal chilena con sus respectivas estampillas.

sábado, 7 de noviembre de 2020

Así era en mis tiempos (décima parte): Los CD-Rom.



    Registrado como invento en 1985, corresponde a un disco compacto utilizable para registrar en él, por medio de un láser, información digital de todo tipo como textos, fotos, vídeos,  música y programas.  Como muchos artefactos de este tipo, ligados al mundo de la computación, su capacidad fue aumentando con el paso del tiempo y eso lo convirtió en un aparato muy cotizado tanto por la gente que usaba para su trabajo los llamados "ordenadores", como por estudiantes y coleccionistas.  Rápidamente destronó a los diskettes gracias a su mayor capacidad de almacenamiento y durabilidad, además de que a diferencia de los anteriores no se infectaban por virus (ni tampoco contagiar los equipos que los utilizaban ¿O si?).
     Se podría decir que la época de mayor esplendor de esta tecnología, que en la práctica ha caído en desuso debido al surgimiento de los pendrives, tarjetas de memoria y discos duros externos, corresponde a la década pasada; en aquellos años fue tanto su auge, que se vendían "torres" de discos vírgenes incluso en multitiendas o los discos por unidad en negocios de barrio.  El precio se fue abaratando rápidamente y es que si no había un grabador de discos en casa, al menos un amigo o un pariente tenía uno a mano o en la "pega" o un cibercafé encontrabas dónde hacer tus grabaciones. No voy a olvidar que antes un obsequio ideal para mí eran estas llamadas torres, que en cumpleaños recibía más de 100 discos de regalo y era feliz (bueno, entre otras atenciones que me llegaban por parte de los invitados a la fiesta).
     Con la venta masiva de computadores personales y notebooks, salieron los reproductores de estos discos para uso casero y luego los grabadores que ya venían como parte del "pack" en la compra personal de tales aparatos.  Por mi parte, llegué a usar discos con capacidad de hasta 800 MB, lo que era mucho en ese tiempo, cuando tuve mi primer notebook con grabador.  Uno podía clonar discos de música o convertir justamente dichos discos en CD-ROM para meter mp3 (aún recuerdo los compilatorios con música de animé, que me hice para un viaje por una semana a Puerto Montt en vacaciones de invierno junto a mi mamá), algunos episodios de series que pesaran poco, uno que otro video porno (que de esos me hice hartos, je, y aún los conservo y funcionan como todos los compilatorios de música) y archivos de imágenes; también llegué a grabarles libros digitalizados a mis alumnos para las lecturas domiciliarias, en Word o PDF.

    Depende del disco que se compraba y de la capacidad del reproductor/grabador, los discos se podían grabar a distintas velocidades y ello igual eran en solo unos cuantos minutos, lo que ya era un tremendo avance si se recuerda la época de las cintas analógicas (Betamax y VHS), que solo servían para almacenar material audiovisual y el traspaso de información era en tiempo real.
    En la feria cerca de mi casa y el dichoso Persa Bío-Bío, compré discografías parciales y antologías de música para mi disfrute, siempre a buen precio. También acostumbraba convertir tales MP3 a audio "normal" y les imprimía la carátula; a veces regalaba sets con discos de este último tipo y quedaba como rey ante el o la afortunad@.
   Uno compraba lápices especiales, permanentes, para escribir en la parte superior de los discos lo que estaba grabado; eran por lo general de color negro y habían de punta fina y de punta gruesa.  Asimismo, aparecieron unos discos regrabables, sobre los cuales podían borrar la información del soporte mismo para luego poner otros datos (lo que se hacía usando el programa de grabación para borrar y luego grabar en una nueva sesión).
    En los años de mayor gloria de la tecnología, cuando uno compraba algún tipo de aparato como un scanner o impresora, venían con CD-ROM de instalación.  Por igual, comenzaron a salir revistas al mercado con estos discos de regalo, destacando dentro de mis recuerdos la mismísima Fangoria (segunda época), que traía dentro de dichos bonus cortometrajes y demases, así como en especial un montón de publicaciones dedicadas al mundo del manganime (con puro "filete" de material). Además, los CD-ROM tenían preciosas presentaciones y menús cuando eran reproducidas, haciendo muy amigable la incursión al separar además por tipo de archivo su contenido (música, trailers, fotos, etc.).
    Igual había que cuidar este material, que por ser liviano y delgado se rompe no con mucha presión (¿Quién no se habrá sentado por accidente arriba de uno de estos adminículos?).  Por igual, había que velar para que no se rayaran en su superficie donde se almacenaban los datos, puesto que si pasaba esto, podía ser que el lector no leyera los datos y/o estos en su totalidad tampoco pudiesen ser reproducidos o pasados a la memoria interna del computador, notebook, diskette u otro aparato para ser copiados.
     Al poco tiempo comenzaron a venderse DVD vírgenes y si no se usaban para clonar pelis o series en dicho formato, era obvio que uno los usara a manera de CD-ROM, más porque ahora tenían 4GB y medio para respaldar todo lo que quisieras como desenfrenado; claro que para ello necesitabas otro tipo de grabador y así fue que el segundo note que me compré venía con este artefacto más sofisticado, que igual permitía leer y grabar discos de menor capacidad. 
     Durante esta década que se acaba ya, los grabadores y discos compactos como los mencionados han ido siendo discontinuados y de ese modo cuando te compras un nuevo computador ya no viene con el lector/grabador, puesto que hoy en día en la práctica todo se descarga desde Internet (ya sea gratis o pagando) y sin olvidar los otros soportes digitales ya mencionados que resultan más prácticos.


Juegos para PC en formato CD-ROM.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Así era en mis tiempos (novena parte): Las salas de cine.


I. El comienzo de todo.

    De niño solo asistí cuatro veces al cine y eso fue a principios de los ochenta y la última vez supongo que ocurrió a mediados de esa década prodigiosa.  Las dos primeras veces fuí con mis papás, primero a ver Alicia en el País de las Maravillas en la versión animada de Disney y la segunda El Barrendero de Cantinflas; en ese tiempo en Chile se estrenaban con bombos y platillos reposiciones, que los títulos mencionados ya eran pelis "viejas" en aquellos años y en ambas ocasiones me llevaron solo a mí (el muy regalón... y todavía recuerdo el miedo que me dio cuando antes de entrar a ver la cinta mexicana,  mi mamá preguntó en la boletería si los niños pagaban y es que pensé de dónde sacaría dinero para costearme mi entrada).
    La tercera vez acudí junto a mis hermanas mayores Kika y Ani, quienes nos sacaron a pasear a mi hermana menor Jenny, a mi hermana unos años mayor Mabel y a nuestra sobrina Cherie, más su humilde servidor, a ver nada menos que Furia de Titanes. El clásico filme con efectos especiales del maestro Ray Harryhausen, se estaba exhibiendo en el entonces sofisticado cine Santa Lucía, el único que había en la ciudad (no sé si existían otros de su tipo en el país) con el sistema de la pantalla curva y gigante de Cinerama (un antepasado del IMAX); definitivamente me aterré con los monstruos y en especial con el Kraken, que a los ojos de un niño por entonces parecía que iba a salirse para arrasar con el público.
     La cuarta vez también asistí en familia y esta vez la encargada de los pequeños fue mi otra hermana Mirtha, aunque ahora los niños éramos solo los hermanos Jenny, Mabel y yo.  El largometraje elegido fue La Ratoncita Valiente, que en la escena cuando le salen una especie de poderes con rayos y cosas así, también me dio algo de miedo (aunque esa vez no me tapé los ojos, ni grité).
      Tuvieron que llegar los noventa para que por fin pudiera comenzar a ir al cine, ahora con cierta regularidad cuando aún escolar (si bien en la enseñanza media), ya tenía mayor independencia y permiso para asistir con amigos y hasta solo.

II. Cómo funcionaba todo antiguamente.

     Me habría gustado haber disfrutado más de los cines en los ochenta, que me perdí tanto y solo gracias a lo que me han contado mis amigos puedo hacerme una idea de sus maravillas (todo con un extraño sentimiento de nostalgia por algo que apenas conocí, pero que igual forma parte de mi vida pasada y querida).
      Les voy a habar de cómo eran las cosas acá antes de las salas en malls y con tecnología avanzada como las de ahora.  Para ordenarme en mis ideas, voy a enumerar punto por punto, así me aseguro de que no se me escapa algo de estas remembranzas.


1. En primer lugar algo normal de las exhibiciones, era que fuesen rotativas, o sea, uno pagaba por su entrada y podía repetírsela todas las veces que quisiera el mismo día.  Esto permitía que si uno llegaba atrasado a una función, entraba no más cuando ya llevaba un rato dándose la peli y luego se quedaba para ver lo que le faltaba y seguir en un ciclo continuo si se le daba la gana.

2.  Para ver una película estreno y en especial los verdaderos blockbusters, se debía hacer fila y esta podía incluso abarcar cuadras, ya que no había preventa, ni reservas telefónicas. Se podía pasar horas "a la cola" y si se era pudiente podía ahorrarse el tiempo de espera, comprándole a los revendedores las entradas que ignoro qué tanto subían el costo de estas (al respecto, nunca voy a olvidar las más de 5 horas que estuve esperando para ver junto a mis hermanas Jurasic Park, justo al comienzo de las vacaciones de invierno y que al final no pudimos ingresar porque nos choreamos de tanto estar de pie y perder el tiempo... que menos mal ese día no llovía).

3. Asimismo, solo unas pocas salas te hacían escoger tu asiento antes de comenzar la función, así que era todo un engorro cuando entraba la gente en tropel a la sala y prácticamente debías luchar por el mejor asiento en el caso de que fuesen muchos los que estaban adentro... ¡Imaginen lo complicado que era si más encima habías asistido en grupo!

4. Para entusiasmarte con la dichosa cinta al estar en las dependencias del cine, en sus paredes exteriores habían unas pequeñas vitrinas dentro de las cuales ponían bellas fotos de la obra, en calidad fotográfica con el propósito de que diera más gusto apreciarlas (mucho deseé tener algunas de ellas y me imaginaba cómo adquirlas).

5. Habían expertos que reproducían en tamaño gigante los afiches de los largometrajes, pintados a mano y con colores tan vistosos, que cuando mirabas estos lienzos puestos sobre un armazón de madera encima de la entrada de los cines (en el caso de los más gigantes) o en los pasillos y puertas, quedabas deslumbrado.  Era un arte y una disciplina que extraño, lamentando se haya perdido y me pregunto qué fue de quienes las hacían y cómo fueron sus vidas una vez que no los necesitaron más para ello (¿Quedarán todavía algunos de aquellos bellos cuadros rescatados del olvido y la destrucción?)

6. Cuando las pelis ya llevaban su buen tiempo en cartelera, se llevaban a los cine dedicados a exhibir programas dobles y triples; algunas veces juntaban más de un título del mismo género u otras veces era una mezcla bizarra de un estilo y otro. Por mi parte, tuve la suerte de disfrutar hartos de esos espectáculos, que lo mejor era que tenían el formato rotativo y por muy poca plata uno se daba todo un festín.

7. En los programas dobles antes de una peli o entre medio de una y otra daban El Mundo al Instante, unos interesantes documentales alemanes de curiosidades europeas y también cartoons como El Pájaro Loco o Droopy (al menos de lo que yo recuerdo haber visto).



8. El antiguo formato del Cine 3-D con las gafas que llevaban una lámina roja y otra azul, una distinta para cada ojo, ya había pasado su etapa de gloria hace rato; sin embargo, en 1992 pude darme el gusto de ver la única cinta con ese recurso y que fue La Muerte de Freddy, que aún me fascina.  La manera de cómo hoy en día se utiliza esta tecnología más avanzada no me gusta mucho, que ya no se privilegia la idea de las imágenes que parecieran salir de la pantalla, sino que cómicamente es todo al revés: primar la profundidad de las escenas.

9. Antes existían los llamados "cines de barrio", salas más pequeñas que exhibían reestrenos y también programas dobles y triples.  Siempre quise ir a uno y estuve a punto de asistir al de Cartagena durante unas vacaciones de verano, que teniendo el dinero al final desistí y ello me penará por siempre (siendo ese mismo un lugar del cual mi querido amigo Miguel Acevedo tiene bellos recuerdos y hasta escribió un libro al respecto).  De más chico a veces pasaba por el que se encontraba en la calle San Pablo y uno en una pequeña galería en Estación Central, como otro que estaba en un "caracol comercial" en el paradero 17 de Gran Avenida; locales afuera de los que me paraba para contemplar con deseo los afiches que ponían, dentro de esos carteles que se abrían por ambos lados y que los protegían con un vidrio (no se me ocurre una palabra más exacta para definirlos, sorry).   Como era muy chico cuando funcionaban, nunca me aprendí sus nombres. Los que no demolieron, fueron transformados en  discos, clubes nocturnos, tiendas o iglesias evangélicas.

10. Otros cines se transformaron luego de la decadencia de las viejas salas y la llegada de las cadenas internacionales, en salas porno.

11. Por cierto, al Cinerama solo volví a ir una vez y eso fue en 1992 para ver junto a mi cuñado Fabián (uno de mis compañeros habituales al cine de mi época de liceano, que además como tenía plata si no me invitaba al menos me compraba algo rico para comer) nada menos que El Hombre del Jardín, supuestamente basada en el cuento homónimo de Stephen King; un muy buen filme de ciencia ficción, pero que vendieron de manera engañosa como una adaptación del llamado Rey del Terror.

12. El Centro de Santiago estaba lleno de salas de cine de todo calibre, entre las más topísimas y con mejor calidad de imagen y sonido, las de "medio pelo" y las que no se habían renovado, aunque daban o bien cine-arte o bien los populares programas dobles y triples.  Dentro de los mejores, recuerdo con un gran cariño el más ostentoso de todos: el Gran Palace, una sala gigantesca que opacaba a todas las demás y donde fuí a ver muchas de mis películas favoritas; posteriormente fue transformada en multisala perteneciente a Chilefilms (compuesta de 4 salas), para competir con las empresas extranjeras que llegaron a instaurar su imperio... Fue en esos últimos años que se puso al lado un local de la cadena Bravissimo, que tanto me gusta y entonces era costumbre con mis amigos antes o después de la peli pasar a comer algo rico. Para pena de los cinéfilos como yo, desaparecieron casi todas estas salas y hasta Hoyts cerró dos de sus dependencias, siendo la clausura que me dolió más la del Paseo San Agustín, con la que comenzó la era de las multisalas modernas a finales de los noventa (su "deceso" fue hace como dos años ya) y que visité hasta con mi mamá y mi sobrinito Amilcar.

13. Era muy habitual en lugares del "tercer mundo" (¿O tal vez también en los llamados "países desarrollados?), que se exhibieran telefilmes como todo un producto hollywoodense de alto prestigio; fue así cómo llegó acá el piloto de la serie original de Galactica a finales de los setenta y en los ochenta se dio Shogun, cuando aún se estaba dando en la tele.

14. Por otro lado, en una época en la que yo aún era muy niño o bien no tengo mayores recuerdos al respecto, salvo lo que me han contado mis amistades, se exhibían hartas animaciones japonesas (no series, si no que animés realizados para los cines nipones y verdaderas joyas, por cierto); lo mismo que mucho kaiju, que incluso a fines de los setenta para aprovechar el estreno de la versión de King-Kong producida por Dino de Laurentis, algunos distribuidores nada de tontos trajeron para estos lares antes de la superproducción gringa, la entretenida King-Kong se escapa.

III. El cine hoy.

    Ahora que seguimos con esta pandemia y pese a ello se está levantando poco a poco la cuarentena, todavía es incierto cuándo vuelvan a abrir los cines; como también no sabemos en qué condiciones funcionarán, mientras no haya una vacuna contra este bicho desgraciado. Un montón de títulos proyectados se retrasaron y en el caso de muchos ya tienen nueva fecha para el año que viene.  Mientras tanto nos queda extrañar estos lugares y recordar los mejores tiempos, cuando lo que he contado era parte de la vida de uno, todo era más sencillo a los ojos de un niño o alguien más joven y todavía "el mundo no se había movido".


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