Esperé más de media vida para poder tener
y leer la novela a la cual me referiré ahora (al escribir estas líneas cuento
con cuarenta y un años de edad) y siendo sincero, de puro tonto no la adquirí
antes. Teniendo en cuenta cuánto me
atraen los vampiros (dentro de la ficción, claro), todo lo que me gusta el
personaje del vampiro Lestat y lo placentero que encuentro leer a Anne Rice y
en especial a sus Crónicas Vampíricas, la última ocasión en la que me encontré
con este libro a precio muy barato, no dudé en pagar el bajo pecio; pues ya en
el pasado dos veces desistí de comprarme la edición en tapa dura, “pecado de
omisión” del cual me arrepiento. Fue así
que más o menos a principios de mayo, iba de compras por una feria y ahí estaba
el libro en una bastante usada versión de bolsillo, esperándome para que me lo
llevara.
Teniendo en cuenta que largos años habían
pasado desde que me leí por primera vez los tres que le anteceden a El
Ladrón de Cuerpos, la cuarta entrega de esta famosa saga (publicada en
1992), me decidí a repasar esos otros tomos para gozar mejor aún la
experiencia de la lectura de las
aventuras y desventuras de su antihéroe Lestat.
Como ya se habrán dado cuenta, quienes han leído mis entradas dedicadas
a estas tres primeras entregas, reencontrarme con este vampiro y sus compañeros
ha sido por completo gratificante para mí. Tempus
fugit, pues dichas novelas me han acompañado durante buena parte de este
2016.
Entre
diecisiete y dieciocho años tenía cuando supe de la existencia de estas obras y
de su autora, justamente gracias a la recordada revista Fangoria, que llegaba
en su edición en español a este lejano punto del mundo algo desfasada. Recuerdo que una entrevista a la Rice debido
a la publicación de este texto, acaparó mi atención por completo (debe saberse
que de una de sus secciones, la dedicada a las ya “viejas” ediciones en VHS de
filmes del género, saqué el nombre de este blog). Mucho ha pasado desde entonces y mis primeros
encuentros con Lestat y los suyos ahora son a través de otros ojos, la de
alguien que si bien no ha perdido el sentido de la maravilla, puede llegar a
dimensionar mejor estéticamente el peso de esta obra literaria.
Tras el anterior preámbulo, comencemos de
una vez…
El libro se llama en inglés The
Tale of the Body Thief y trata acerca de lo que le toca vivir a Lestat,
tras encontrarse con un extraño sujeto que le ofrece algo único: intercambiar
por un periodo de tiempo acordado entre ambos, sus respectivos cuerpos; de este
modo una vez hecha tal cosa, el inmortal volverá a sentir lo que significa ser
un humano, tras tantos años como chupasangre, mientras que el otro usará a su
antojo la carne sobrenatural del vampiro.
La oferta resulta más que tentadora, ya que al principio del volumen nos
enteramos de que Lestat ha caído en el mismo tedio propio de los suyos, en
especial de quienes llevan más tiempo que él sobre la Tierra (siglos y
milenios). De este modo llegamos a
asistir a sus propios deseos y actos suicidas; no obstante como Lestat se ha
vuelto, quizás, el más poderoso de su especie, ya nada puede infringirle daño
permanente, razón por la cual la propuesta, viene a ser la respuesta a sus
intenciones de recuperar la humanidad perdida (aunque sea por un breve tiempo). No obstante nada es fácil en este mundo, ni
siquiera para alguien como él, y lo que parece una simple aventura se
transforma en una dura prueba para el protagonista.
Teniendo en cuenta la crisis moral y de
conciencia por la que pasa Lestat, significativas vienen a ser sus palabras
cuando en más de una ocasión, dice lo que sería su lema durante este periodo de
su no-vida:
“Somos una visión sin revelación. Somos un milagro sin sentido”.
La anterior cita concierne a la imagen que
tiene acerca de su especie y de sí mismo, idea derrotista propia de alguien con
depresión, un suicida o un nihilista puro.
Por esta misma razón, el ahora cabizbajo Lestat debe tener su propia
epifanía para dejar de lamentarse, como antes sucedió con su amado Louis.
Durante todo lo que concierne al presente
capítulo en la no-vida de Lestat, este viene a ser apoyado por quien sería su
único amigo, no uno de los suyos, sino que un mortal: David Talbot, un anciano
de más de setenta años, nada menos que el director de la Talamasca, el grupo de
estudiosos de lo paranormal que fueron introducidos dentro de la serie a partir
de La Reina de los Condenados, el título anterior a este; pues dicha novela
terminó con una muy especial visita a David por parte de Lestat y ahora en las
primeras páginas de este cuarto tomo, nos enteramos de que entre ambos ha
nacido una muy entrañable amistad, algo que en sus casi doscientos años de
existencia el vampiro nunca antes había disfrutado con tal grado de
intimidad. En este sentido la cercanía
entre dos almas, que llegan sin duda a complementarse de forma tan estrecha,
pese a sus claras diferencias, resulta ser un precioso detalle por cuanto se
aborda por primera vez el tema de la amistad incondicional en estos libros
(teniendo en cuenta en todo caso, que ya en El Vampiro Lestat existe
una fraternidad entre el protagonista y otro sujeto, pero aquella se encuentra
viciada, a diferencia de esta otra lejos más virtuosa). Por otro lado, no deja de haber su grado de
homoerotismo entre los personajes, tema habitual en la narrativa de la Rice,
sin embargo ello no es lo principal a la hora de evaluar el sentimiento entre
los dos personajes, quiénes en realidad no se aman como amantes, sino como
pares.
David (cuyo apellido de seguro debe ser un
homenaje de la escritora, al recordado hombre lobo de las películas clásicas de
la Universal, Lawrence Talbot) viene a ser sin dudas el verdadero
coprotagonista de la historia. Ello
debido a la importancia que toma en la narración, siendo que cumple el papel
como su único apoyo en las duras pruebas que le toca pasar, una vez que el
intercambio de cuerpos se efectúa. Debe
saberse que David es un hombre apuesto, quien para nada representa su edad y
que ello no deja de causarle atracción a su amigo. Talbot es culto, inteligente, amable,
paciente, refinado y leal, además de guapo;
la suma de las virtudes que parece apreciar en un hombre alguien como
Lestat y por eso mismo confía en él más que en nadie, de toda la gente que ha
llegado a conocer y a amar.
Si de homenajes vamos a hablar en lo que
concierne a los grandes clásicos del terror, la Rice se permite mencionar de
manera directa a dos grandes maestros del género, colegas suyos, que le
antecedieron a la hora de crear historias memorables de espanto sobrenatural:
Howard Phillips Lovecraft y Robert Bloch.
Pues al tomar la escritora algunos de sus relatos como referencias
literarias, respecto al tema del intercambio de cuerpos, deja en evidencia no
solo su respeto por ellos, si no que la calidad inspiradora de estas
narraciones de “la vieja escuela”. De igual manera cobra vital importancia la
magna obra de Goethe, Fausto, con lo que quedan de
manifiesto los temas de la tentación, la debilidad del espíritu y la carne, una
vez más el del deseo de la inmortalidad y, como no, el de la redención.
En contraposición a David, se encuentra
otro inglés, Raglan James, también
alguien de edad avanzada y que es quién le ofrece este trato mefistofélico, a
un Lestat agobiado por la pérdida de una razón para seguir en este mundo. Conociendo la debilidad del vampiro por la
belleza, Raglan se acerca a este en el cuerpo de un joven de enorme atractivo
físico, a quien el hechicero le ha quitado su carne; por esta razón y la
conducta en general de James, luego Lestat se referirá a él siempre como el
Ladrón de Cuerpos, el artífice de este una vez más nuevo interesante episodio
dentro de sus memorias. El codicioso y
rastrero Ladrón de Cuerpos viene a ser todo lo que sería alguien como David, si
tal careciera de un sentido del honor y escrúpulos.
Una vez que Lestat consigue su propósito
de sentirse humano nuevamente, se da cuenta de que ese viejo adagio que dice ten cuidado con lo que deseas es cierto;
por otro lado también aprende un montón de lecciones, que para un inmortal como
él deberían tomarse como verdaderas certezas de que nadie es infalible, ni
siquiera los más poderosos. El camino de
tormentos, entre pequeños y otros más complejos, por el que pasa este renacido
Lestat, se hace sabroso al lector. De igual modo permite que tanto el
protagonista, como nosotros mismos, lleguemos a apreciar lo que tenemos y lo
que significa estar vivos; también no es posible tomar conciencia acerca del
valor de los demás, por el solo hecho del significado de la vida misma.
“-¡Vamos, basta ya de tanta locura y
debilidad! -Enfilé hacia el pasillo oscuro, pero de repente se me dobló la
pierna derecha y me deslicé pesadamente; la mano izquierda patinó sobre el piso
para amortiguar el impacto; la cabeza chocó contra la chimenea de mármol, y
sentí una súbita explosión de dolor cuando el codo golpeó también contra el
mármol. Con gran estrépito se me cayeron encima los implementos para el fuego,
pero eso no fue nada. El golpe en el codo me había tocado el nervio y el dolor
era un fuego que me subía por todo el brazo. Me di vuelta boca abajo y aguardé
un momento que me pasara el dolor. Sólo entonces tomé conciencia de que la
cabeza me latía por el golpe contra el mármol. Levanté una mano y sentí entre
el pelo la humedad de la sangre. ¡Sangre! Ah, qué bueno. A Louis le haría mucha
gracia, pensé. Me puse de pie y el dolor se trasladó al costado derecho de la
frente, como si fuera un peso que se corría desde adelante. Para afirmarme, me
sostuve del borde de la chimenea. Una de las numerosas alfombritas de la
habitación yacía en el piso a mis pies. La culpable. La pateé para sacarla del
camino, giré sobre mis talones y con sumo cuidado me encaminé al pasillo. Pero,
¿adónde iba? ¿Qué pensaba hacer? La respuesta me llegó de improviso. Tenía la
vejiga llena, el malestar era mayor desde el momento de la caída. Tenía que
orinar. ¿No había un baño ahí abajo, por alguna parte? Encontré la llave de la
luz y encendí la araña del techo. Durante un largo instante contemplé las diminutas
lamparitas -alrededor de veinte- y comprendí que eso era bastante luz, con
independencia de lo que me pareciera a mí, pero nadie había dicho que no
pudiera encender todas las lámparas de la casa. Eso me propuse hacer. Crucé el
living, la pequeña biblioteca y el pasillo del fondo, y todas las veces la luz
me desilusionaba. No podía desprenderme de la sensación de oscuridad, y lo
borroso de las cosas me desorientaba y alarmaba un tanto. Por último subí
lenta, cuidadosamente la escalera, temeroso de perder el equilibrio en
cualquier momento y tropezar, disgustado con el dolor sordo que sentía en las
piernas. Unas piernas tan largas. Miré hacia abajo por el hueco de la escalera
y quedé azorado. Aquí uno se puede caer y matar, me dije”.
Dentro de las nuevas vivencias del
personaje principal, se pueden mencionar dos sin querer caer en el spoiler, respecto a lo que ello viene a
significar para este y el aspecto atractivo que puede tener para el público: Primero
y a un nivel más curioso, viene a ser la aparición de la primera mascota en
centurias de Lestat, nada menos que un perro, que responde sin dudas al viejo
tema del compañero canino fiel y hasta heroico, algo inesperado en una novela
de este tipo. La relación entre el
inmortal y el animal, viene a ser todo un agregado dentro de las Crónicas Vampíricas, por
cuanto humaniza aún más a estos seres, capaces de los actos de amor más
emotivos dentro de esta literatura (así como también de realizar las acciones
más egoístas y horrendas, como símbolos de nuestra propia humanidad).
Siguiendo con lo expuesto en el párrafo
anterior, luego nos encontramos con otro objeto amoroso dentro del corazón de
Lestat, una mujer y con quien este llega a entablar un verdadero romance
bastante emotivo. Se trata de una
historia de amor condenada desde ya al fracaso, de connotaciones míticas y/o
legendarias (si no basta con recordar tantos casos de amor trágico a lo largo
de la literatura oral y escrita), algo que bajo la pluma de Anne Rice se aleja
de la cursilería y se convierte en una preciosa pieza dentro de esta saga. El verdadero acto de amor y/o de aprendizaje
sentimental, que significa el encuentro entre estos amantes, contrasta sin
dudas con la violencia y dureza de la primera experiencia sexual (también con
una fémina) del Lestat hecho hombre otras vez.
Las siguientes citas textuales evidencian
lo afirmado. Primero la cuasi violación
descrita en la novela
“-Espera un momento -me pidió.
-¿Esperar qué? -Me subí sobre ella, la
besé de nuevo, hundí más la lengua en su boca. Nada de sangre. Ah, qué blanca.
No hay sangre. Mi miembro se introdujo entre sus muslos calientes, y en ese momento
casi me sale el chorro. Pero todavía faltaba.
-¡Dije que esperaras! -gritó, con las
mejillas coloradas-. Tienes que ponerte un preservativo.
-¿Qué diablos dices? -murmuré. Entendía el
significado de las palabras pero no les encontraba sentido Estiré la mano hacia
abajo y palpé la abertura húmeda, jugosa, que me pareció deliciosamente pequeña.
Me gritó que la soltara y me empujó con ambas manos. Estaba enrojecida, hermosa
por la indignación, y cuando me quiso apartar con la rodilla, me dejé caer
sobre ella. La penetré con el miembro y sentí esa carne tierna, caliente y estrecha
que me envolvía, que me dejaba sin aliento.
-¡No! ¡Basta! ¡Te dije que no!
-vociferaba. Pero no podía parar. Cómo diablos se le ocurría pensar que era
momento para hablar de esas cosas, me dije medio enloquecido hasta que, en un
momento de espasmódico entusiasmo, acabé. ¡Brotó rugiente semen del miembro! Un
momento antes, había sido la eternidad, y al siguiente ya: había terminado
todo, como si no hubiera empezado nunca. Quedé tendido encima de ella,
exhausto, por supuesto empapado en sudor, levemente disgustado por lo pegajoso
que había sido todo y por sus alaridos de terror”.
Y ahora parte del pasaje más bien
romántico (si bien no exento de erotismo) en el que, por supuesto, también interviene Lestat.
“-Confía en mí -murmuré-. No te haré daño.
-Pero es que quiero que me hagas daño -me
dijo al oído. Con mucha suavidad le quité el grueso camisón. Quedó acostada boca
arriba, mirándome, sus pechos hermosos como toda ella, las aureolas de los pezones
muy pequeñas y rosadas, y los pezones mismos, duros. Su vientre era suave, sus
caderas anchas. Una encantadora sombra de pelo marrón entre las piernas, reluciendo
a la luz que se filtraba por las ventanas. Me incliné y besé ese pelo. Besé sus
muslos, separé sus piernas con la mano, hasta que se abrió a mí la carne tibia
del interior, y sentí mi miembro rígido, preparado. Contemplé su lugar secreto,
cubierto, púdico, y un rosa oscuro en su tierno velo de plumón. Una excitación
aguda me recorrió, endureciendo más mi miembro. Podía haberla forzado, tan
urgente era la sensación que me inundaba. Pero no, esta vez no. Subí, me puse a
su lado, le di vuelta la cara y acepté sus besos, lentos, torpes, inexpertos.
Sentí su pierna apretada contra la mía, sus manos sobre mí, buscando la tibieza
de mis axilas, el húmedo pelo inferior de ese cuerpo de hombre, oscuro, grueso.
Era mi cuerpo, y estaba listo para ella, a la espera. Fue mi pecho lo que tocó,
aparentemente complacida con su dureza. Mis brazos, los que besó como si
valorara su fuerza. La pasión que había en mí disminuyó levemente, pero al
instante volvió a crecer, luego se apagó de nuevo, y una vez más aumentó. No
vino a mi mente ninguna idea de beber sangre; nada que tuviera que ver con la
pujante vida de ella que en otra época yo podía haber consumido. Por el
contrario, el momento estuvo perfumado con el suave calor de su cuerpo viviente.
Y me pareció una bajeza que algo pudiera dañarla, que algo pudiera arruinar su misterio
elemental, el misterio de su confianza, de su anhelo, de su miedo profundo y
también elemental. Deslicé mi mano hasta la puertita; qué pena que esa unión
fuera a ser tan parcial, tan breve. Después, cuando mis dedos tantearon el
virginal pasaje, el fuego dominó su cuerpo. Sus senos se hincharon contra mí, y
la sentí abrirse, pétalo a pétalo, al tiempo que su boca, dura, se pegaba
contra la mía. Pero, ¿y los peligros? ¿No la inquietaban? Parecía despreocupada
en su pasión, totalmente bajo mi dominio. Hice un esfuerzo para detenerme,
abrir el sobrecito y envolver mi órgano con la pequeña funda, mientras sus ojos
pasivos seguían clavados en mí, como si ya no tuviera voluntad propia. Era esa
entrega la que necesitaba, la que su propio ser se exigía. Una vez más me puse a
besarla. Estaba húmeda, lista para mí y no podía contenerme más, y cuando me
subí sobre su cuerpo, noté el estrecho pasaje ceñido, caliente y enloquecedor, bañado
en sus propios jugos. Vi que la sangre subía a sus mejillas y el ritmo se aceleraba;
incliné mis labios para lamer sus pezones, para reclamar nuevamente su boca.
Cuando dejó escapar el gemido final, fue como un gemido de dolor. Y ahí estaba
otra vez el misterio: que algo pudiera ser tan perfecto, consumado, y haber
durado tan poco, un instante invalorable. ¿Había sido unión? ¿Nos fusionamos uno
con el otro en el clamoroso silencio? No creo que haya sido unión. Por el
contrario, me pareció la más violenta de las separaciones: dos seres opuestos
que se arrojaban en brazos uno del otro, en celo, torpemente, desconociendo los
sentimientos insondables del otro, una vivencia de dulzura terrible como su brevedad,
de una soledad hiriente como su innegable fuego”.
Significativo resulta ser entonces que las
dos únicas veces en las que tiene sexo Lestat, mientras se encuentra “atrapado”
en un cuerpo mortal, sea con una dama y no con un hombre (recordemos que Lestat
tal como él mismo le dice a su amigo David, a quien también desea, “siempre ha
amado indistintamente a hombres y mujeres”).
Pues si antes de volverse vampiro nunca ejerció violencia contra hombre o
mujer, luego ya inmortal provocó la muerte de miles de personas de ambos
géneros, ahora de nuevo humano experimenta de otra manera el poder que se tiene
tras la dominación de alguien. De este modo su conocimiento del mal, así como
del bien ahora se completa en que ha llegado a ser como hombre culpable de la
vejación a una mujer (y por pura estupidez, que tras leer el pasaje completo
bien es posible darse cuenta que no hay dolo en su acto) y luego cuando por
deseo mutuo se entrega a la intimidad con alguien más, aprende lo que significa
amar de verdad a una dama. Por ende,
nos encontramos con que así como su bestialidad carnal es motivada por una
fémina, es la presencia de otra la que llega a salvarlo física y
espiritualmente de las necesidades que lo llevaron a este particular viaje
suyo.
A diferencia del tomo anterior, lleno de
interesantes vampiros (entre viejos conocidos y otros debutantes), aquí solo
aparece Louis, quien por cierto no se encuentra en su mejor momento en lo que
concierne a su fraternidad con Lestat.
Pues su conducta para con este, deja más claro que nunca las diferentes
personalidades de ambos, ya que Louis otra vez vuelve a quedar representado
como un sujeto melancólico y hasta flemático, en vez del colérico-sanguíneo que
es Lestat. Esta separación de
temperamentos entre ambos, provoca los primeros conflictos entre los dos desde
los acontecimientos de Entrevista con el Vampiro. Asimismo vuelve a aparecer Claudia, la
niña-vampiro que sin duda viene a ser uno de los mejores personajes de la saga
y quien lleva alrededor de un siglo muerta (o más bien dicho, desde que fue
“destruida”, pues para convertirse en chupasangre antes tuvo que morir como
humana). Sin embargo su regreso es a
través de una serie de sueños y alucinaciones que llega a tener Lestat,
relacionadas todas con sus sentimientos de culpa y el enorme peso de su
existencia, lo que luego lo lleva a pasar por las vivencias ya mencionadas y
muchas otras más.
Como es habitual en la narrativa de la
Rice, abundan en las páginas de esta novela los momentos de suma belleza
literaria, en especial en lo que concierne a los diálogos de los
personajes. Al respecto, debe recordarse
el interés de la autora por el arte de sus precursores, ensalzando en varios
momentos de su trabajo, por ejemplo, al ministerio de la música. Pues esta vez le toca a la pintura ser
homenajeada a través de sus palabras y es así que en esta obra se nos regala
con un bello pasaje, digno de la más pura teoría del arte y de la apreciación
estética hecha poesía:
“Creo que, de joven, Rembrandt vendió su
alma al diablo. Fue un acuerdo sencillo. El diablo le prometió convertirlo en
el pintor más famoso de su época, y le envió hordas de mortales para sus
cuadros. Le concedió fortuna, le dio una hermosa casa en Amsterdam, una mujer y
luego una amante, porque sabía que a la larga se iba a quedar con el alma del
pintor.
Pero el encuentro con el diablo cambió a
Rembrandt. Después de ver pruebas tan innegables de la existencia del mal, se
obsesionó con la pregunta: "¿Qué es el bien?". Rastreó en el
semblante de sus sujetos su divinidad interior y, azorado, creyó ver la chispa
de esa divinidad en los hombres más indignos.
Fue tal su destreza -compréndeme, por
favor, que la destreza no la obtuvo del diablo sino que la tenía de antes-, que
no sólo vio esa bondad sino que pudo pintarla; pudo dejar que su conocimiento
de ella, su fe en ella, afluyera en toda su obra.
Con cada retrato que hacía, iba penetrando
más y más hondo en la gracia y bondad del ser humano. Comprendió la capacidad
de compasión y sabiduría que habita en toda alma. A medida que continuaba, su
destreza iba en aumento; el fogonazo del infinito se volvió cada vez más sutil;
su índole, más particular; y más grandiosa, serena y magnífica cada una de sus
obras.
Ninguno de los rostros que pintó eran de
carne y hueso. Eran semblantes espirituales, retratos de lo que hay dentro del
cuerpo del hombre o la mujer; visiones de lo que era esa persona en su momento
más sublime, en qué estaba destinada a convertirse.
Por eso es que los comerciantes de la
Corporación de los Pañeros se asemejan a los santos más antiguos y sabios de
Dios”.
El
sublime texto continúa un poco más en el libro, pero dejo al posible futuro
lector que descubra por su cuenta cómo termina este relato que le cuenta Lestat
a David.
Adelantando los eventos del quinto libro
de la saga, Memnoch el Demonio, en un momento de la narración, bastante
intenso e intrigante, David le confiesa a Lestat una extraña experiencia de su juventud y en la
cual durante uno minutos pudo ver y oír, nada menos que a Dios conversando con
el Diablo. De tal modo, tras quedar de
manifiesto desde la primera entrega de la colección de que no existían estos
ambos, al menos según el conocimiento de los vampiros más antiguos, se abre la
puerta para el debate teológico y que la Rice lo aborda con su acostumbrada
originalidad para tratar rancios temas.
Es así que con ello, introduce
acá una interesante ficción acerca del motivo de la creación del hombre y el
origen de la caída de los servidores de Lucifer (la narración del humano bien
recuerda a un formidable capítulo de la serie de TV Millenium, de su segunda
temporada- Somehow, Satan Got Behind Me-, en el que Frank Black reconoce a
tres demonios “disfrazados” de ancianos, de modo que uno puede preguntarse si
ello es solo casualidad o un tributo y/o inspiración de la obra “riceana”).
Las vicisitudes de Lestat en lo que
concierne a su antagonista en esta obra, terminan con gran impacto, incluyendo
un inesperado efecto en la vida de David.
Pues a ello le sigue un largo capitulo a manera de epílogo, el cual
llega más o menos al centenar de páginas y donde vuelven a suceder otros hechos
de bastante peso dramático. Ello por
supuesto viene a ser relevante para el futuro de las Crónicas Vampíricas.
Las portadas de los cómics lejos me gustan mucho más que la de los libros. |
Si tuviera que elegir leer UN SOLO libro de esta saga, sin duda sería este. Se ve, por las citas que has agregado, que está muy bien trabajado. Aunque sigue sin gustarme el hecho de que tenga capítulos tan largos, como ese epílogo de 100 páginas que mencionas. ¡Muy buen análisis, Elwin!
ResponderEliminarLa verdad es que la saga me encanta y pretendo continuarla el año que viene, que el quinto tomo que ya estoy leyendo será el último al que le dedicaré tiempo por ahora. Gracias por ser quien deja el primer comentario en este post que me ha sido tan especial escribirlo.
Eliminar