miércoles, 2 de diciembre de 2020

Así era en mis tiempos (onceava parte): Las cartas.


    Hoy en día la tecnología nos permite comunicarnos con gran parte del mundo en "tiempo real" y ello por medio del desarrollo de la computación e Internet (aún recuerdo un comercial de la tele, cuando era un niño en los ochenta, sobre los especiales de la revista infantil Icarito sobre la computación y una voz robótica decía "Computación, tecnología del futuro", algo que no dejaba de maravillarme y hoy en día compruebo aún más maravillado de cómo estás palabras se hicieron proféticas).  Estés donde estés puedes escribirte con alguien o hacer videoconferencia, siendo estos medios hoy esenciales en los tiempos que vivimos, la era del Covid-19 y la cuarentena. Si no es posible por una u otra razón mantener este diálogo de manera espontánea, están los correos electrónicos, el WhatsApp y otros recursos, de modo que apenas se conecte tu destinatario podrá enterarse de tu mensaje que queda grabado en la pantalla o se "abre" con solo acceder a la aplicación correspondiente.
     CORREO, que palabra más hermosa, que al menos a mí en esta era de la inmediatez me remite (y acá uso de adrede este verbo conjugado) a recuerdos muy queridos.  Antes los correos no funcionaban en base a bips, sino que eran escritos a mano o a máquina; la caligrafía decía mucho del emisor de esos textos y la tipografía de la máquina de escribir también le daba cierta elegancia y realce a la carta, aunque no había cómo realizar a mano la misiva y/o leer la letra de quien con tanto sentimiento te había hecho dicha epístola; que algunos realizaban sus escritos con arte en cada letra, procedimiento digno de elogios.
    El cartero, la persona que se encargaba de hacer llegar estos documentos personales, era todo un personaje legendario, incluso heroico, quien antes del desarrollo moderno de los medios de transporte arriesgaba su vida recorriendo a pie o en montura para llevar entre lugares apartados su valioso cargamento; a veces incluso se enfrentaba a bandoleros, otras a todo tipo de bestias salvajes y en muchas ocasiones a la inclemencia del tiempo (se me viene a la cabeza como ejemplo, la famosa novela de Jack London El Llamado de la Selva, sobre un perro que junto a otros llevaba en trineo a sus amos carteros en los territorios de Alaska durante el siglo XIX).
     La gente esperaba con ansias las cartas y a veces podían pasar no solo días o semanas, sino meses (¿O años?) en tener nuevas noticias (que ya eran viejas cuando llegaban) del ser querido que nos había escrito o en tener la esperanza de que nuestras propias palabras  habían llegado a buen destino.  A los mismos carteros se les esperaba con una propina o en el mejor de los casos y en especial en tiempos más pretéritos o en el campo, con alguna atención como un refresco, un café y alguna cosita rica para comer.  Testimonio de esto y de lo importante que era para uno dichas ceremonias, lo encontramos en la novela El Color Púrpura de Alice Walker y un emotivo cuento de Ray Bradbury, cuyo nombre no recuerdo, donde una mujer analfabeta espera con ansias las vacaciones y a su sobrino de visita, para que le lea las cartas que le llegan, no importa si son de carácter comercial.  Asimismo, el cartero se convierte en un personaje de connotaciones literarias en obras tales como Ardiente Paciencia, también conocida como El Cartero de Neruda, de mi compatriota Antonio Skármeta.
    La historia real y las historias ficticias se encuentran llenas de bellos ejemplos de todo esto que les he contado. Que en el primer caso están las cartas o relaciones de los conquistadores europeos del Nuevo Mundo y que daban cuenta de sus viajes, hechos y acciones a sus mecenas; mientras que en el segundo, aparte de los ejemplos ya mencionados más arriba, los hayamos en novelas tan emblemáticas como Frankenstein, Wherter y Drácula.
     Con mis 45 años de edad, puedo afirmar con orgullo que alcancé a conocer y disfrutar los últimos días de gloria del correo personal.  La verdad es que no mandé muchas epístolas por correo, pero las pocas que sí, lo hice con el corazón lleno de gozo.  Era un niño cuando redacté mis primeras cartas de este tipo y luego un temprano adolescente, que mis iniciales experiencias fueron para unos cuantos programas de televisión, cuando era costumbre hacerlo y de ese modo se podía participar en concursos o se leían en pantalla aquellas seleccionadas o también se tenía el honor de ser saludado por el conductor y/o anfitrión del show (como una vez tuve la suerte de que me pasara).  Esas primeras cartas las hice con lápiz mina, que como ya dije era bien chico cuando incursioné en ello.  Al respecto, recuerdo una ocasión en la que le escribí a alguien de mi edad, cuyo nombre y dirección encontré en una revista, pues deseaba mantener contacto con alguien que también gustara del cine; cuando pensé que me había llegado la primera carta de respuesta, en realidad era la mía que me la habían devuelto amablemente, porque en esa casa ya no vivía mi destinatario (que no recuerdo ya su género sexual).
     En una de las esquinas de la cuadra en la que se encuentra mi casa, había un precioso buzón de metal y que media más o menos un metro de largo. Con forma de hongo y ancho (¡Ya están pensando los malpensados en una forma fálica!) estaba pintado rojo y azul.  Allí depositaba mis cartas y pese a que mi mamá o mi papá me habían advertido, que los malintencionados echaban fósforos prendidos en su ranura vertical para quemar su contenido; no obstante!, nunca les creí y llevaba allá mis misivas con esperanza y antes de depositarlas en el sagrado buzón, les daba un beso para la suerte. Habría sido lindo tener una foto junto con ese objeto, hoy parte de mi memoria y que lo traigo al presente casi como si fuera la única persona de por acá que lo recuerda.  Por cierto, era habitual que las casas tuvieran su propio buzón, muchas veces arreglados con premura y donde los hay, ahora se llena de cartas emitidas de forma mecánica, de cuentas que pagar y propuestas comerciales.



    Habían hojas especiales para cartas, algunas blancas y otras de colores; estaban las esquelas, que llevaban dibujos y hasta aroma (mi hermana Mabel compró varios paquetes para vender en el bazar de mi papá y ganarse una platita extra, que muchas veces fuí su mejor cliente); en mi caso, algunas ocasiones usé humildes hojas de cuaderno.  También habían sobres de todo tipo y tamaño, incluyendo los para el territorio nacional y los para las cartas dirigidas al extranjero, que llevaban bordes en azul y rojo, todo muy bonito. También realicé mis propios sobres con aspecto creativo u ocupaba los que hacía mi papá para vender en el negocio de mi casa y que pegaba con engrudo preparado también por él mismo.
     Dentro de las cartas podías poner una flor o una hoja de alguna planta para que llegara disecada como regalo a tu ser querido; a veces incluías fotos o algo pequeño que pudiese ir transportado como polizón junto a tus palabras.
     Luego estaban las estampillas, llamadas sellos postales en algunos lados. Preciosas ilustraciones hechas en exclusiva para este medio y reproducidas en pequeños recuadros para indicar la procedencia de la carta, se compraban para poner en el sobre por el lado del destinatario.  Por años hubo gente (y de seguro quedan muchos millones a lo largo del mundo) que las coleccionaban e incluso llegaban a pagar grandes sumas de dinero por las extranjeras y de edición limitada o con alguna otra característica especial. También se intercambiaban. Yo mismo estuve un tiempo dedicado a la filatelia, aún siendo niño, como se llama a este coleccionismo. 
    Respecto a lo afirmado en los dos párrafos anteriores, les cuento que mi papá tenía un amigo al que quería mucho, antiguo colega de su juventud como trabajador en la imprenta.  Zacarías se llamaba, su apellido no lo recuerdo; este caballero vivía ahora en otra ciudad, hacia el campo y de vez en cuando se escribían cartas (mi papá tenía una preciosa letra y también buena labia, pese a que no terminó su educación escolar).  Un día orgulloso me mostró el sobre de la nueva misiva que le había llegado y sumado a la estampilla oficial, iba una dibujada por su talentoso compañero, donde se suponía salían ambos abrazándose con gesto fraternal; se notaba que estaba emocionado cuando compartió esto conmigo. Esa imagen se me quedó siempre grabada y lo mismo el gran afecto que sentía mi padre por ese señor, que me preguntaba y lamentaba por qué no se veían seguido o al menos un par de veces al año.  Supongo que saqué de mi progenitor el amor a este medio de comunicación y el aprecio a mis propios amigos.


     Existía la tradición de mandar tarjetas de saludos de cumpleaños o Navidad, por medio del correo; la cantidad de sus palabras vertidas variaba según la persona, que igual podía hacerlo solo por compromiso (y en ese caso apenas iba su nombre y firma y una que otra fórmula de buena voluntad, lo que pasaba con los jefes a sus empleados más cercanos) o por verdadero deseo de saludar de forma física a quien estaba lejos de uno... En mi caso, ni de una u otra forma recibí este tipo de cartas y cuando tenía la costumbre de saludar a fin de año a mi gente así, se las pasaba directamente.
     Emparentadas con las anteriores tarjetas, eran o son, mejor dicho, las postales; corresponden estas a imágenes de lugares reales, reproducciones de fotos del lugar que uno ha visitado o donde vive y que se mandan a alguien determinado durante el viaje que se está haciendo o como habitante de tierras lejanas a quien se haya en otro lugar.  Como no se doblan a diferencia de las tarjetas, hay poco espacio para escribir.  Por cierto, es muy habitual encontrarlas en aeropuertos, estaciones de trenes y buses de recorridos largos.  Creo que solo recibí una de estas y si no me equivoco de Francia (que por igual mantuve una breve amistad epistolar con un grupo de chiquillos de allá cuando participaba en la pastoral juvenil de la capilla donde iba a misa).
     También era habitual entregar las cartas por mano, es decir, entregárselas a otra persona que de manera informal se la pasaba a nuestro receptor; ello por lo general aprovechando un viaje justo donde vivía, sino en la misma casa o cerca, el objeto de nuestros pensamientos. Hartas de estas mandé y recibí, que un tiempo hice una amiga a la que al final nunca conocí, pues en un momento uno de los dos dejó de escribir y la infancia misma sin mayores preocupaciones me alejó de esa relación a distancia.  Esos mensajes iban llenos de dibujos y a veces ni siquiera estaban dentro de un sobre, sino que el documento mismo se doblaba en numerosas pliegues y se pegaba con scotch en algunos bordes para asegurar su privacidad antes de llegar a destino.
    Dos de esas cartas enviadas por el sistema recién mencionado, emocionaron hasta las lágrimas a mis receptores.  Una de ellas a mi querida tía Elsa, quien llevaba ya años viviendo en Australia, pues me di cuenta que la extrañaba, así que se lo hice saber; y otra a los "Jefes" del grupo de scout en el que estuve durante un par de años al inicio de mi adolescencia, a quienes escribí porque echaba de menos asistir a las reuniones, luego de que por puro caprichoso me saliera del grupo y lo que yo quería era volver porque los había visto/oído desfilar fuera de mi casa y me dio nostalgia (que, en todo caso, nadie me había echado... Sin embargo así funcionaba mi mente, aún a los 14 años bastante infantil ¿No?)
    Luego ya adulto me tocó ir a dejar cartas a Correos de Chile, a un hermoso edificio centenario que está en pleno Centro de Santiago y no eran por motivos íntimos, sino que se trataba de currículums para postular a trabajos como profesor.  Harta plata gasté en ello y menos mal que ahora solo piden enviar estos documentos por correo electrónico o ir presencialmente en el menor de los casos.
      Se me estaba olvidando que con mi amigo Hans Gerke, de Alemania, tenemos la costumbre de escribirnos cartas electrónicas.  Nos mandamos una al final de cada mes, a veces yo con desface de algunos días.  Así nos contamos la vida y nos actualizamos de lo que nos ha pasado el último tiempo; también nos mandamos fotos.  Llevamos en esto más de una década desde que nos conocimos y si bien ahora charlamos por WhatsApp de vez en cuando (que no hace mucho Hans lo usa, pues no le gustan muchos estos medios y prefiere llamar por teléfono), no hemos perdido la costumbre.  Es una rito que nos une y trae recuerdos de esa época de la que ya les he hablado, que con nadie más lo hago.
      Este año sui generis que ya termina, he tenido la suerte de impartir un nuevo ramo relacionado con mi especialidad y que se llama Taller de Literatura; en pocas palabras, consiste en aprender a realizar distintos tipos de textos literarios, primero conociéndolos de manera teórica, con ejemplos destacados de autores y obras, para leer estas últimas y comentarlas.  Ha sido una experiencia hermosa para mí, si bien he tenido que adaptar todo a las clases por videoconferencia; no obstante, he tenido buena llegada con los alumnos en mis actividades y eso me hace muy feliz.  Y justamente uno de los contenidos corresponde a la literatura epistolar, que leímos algo de ello (fragmentos, claro, como el potente comienzo de Carta de una Desconocida de Stefan Sweig), para que luego los chicos escribieran un cuento breve en ese formato.  Pero a lo anterior, yo innové que lo escribieran a mano, además de en Word y además hicieran un sobre con todos los detalles, incluyendo una estampilla... Hubo trabajos preciosos.  El año que viene le haré esta asignatura a otra generación y ojalá pueda ser presencial, porque entonces deseo que tengamos un buzón hecho por los mismos estudiantes y se haga una entrega masiva de cartas "a la antigua", con alumnos haciendo de carteros entre los distintos cursos, que el colegio donde trabajo ahora es tremendo.  A ver cómo me va, que me entusiasma hacer este tipo de actividades.

Vieja postal chilena con sus respectivas estampillas.

5 comentarios:

  1. Nunca envié ni recibí una carta, a menos que cuenten las cartas al "niño Jesús" (nuestro equivalente criollo de Santa Claus). Acá el correo postal tenía fama de ser terriblemente lento, así que no teníamos esa necesidad / posibilidad.

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    1. ¡Hasta con las cartas tradicionales tuvieron problemas y ya en esa época pretérita! Qué lástima no hayas disfrutado de esta experiencia.

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  2. Dos recuerdos me vienen a la mente ahora: 1) Cuando de chico coleccionábamos con mi hermano estampillas, llegas a tener un gran álbum. No sé que habrá sido de ellas. 2) Sumarme por carta al Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía. Año 1984. Todo se manejaba por correo. Enviaban boletines, revistas, etc. ¡Muy lindos recuerdos!

    Saludos,
    RICARDO

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    1. Lindo lo que cuentas...¿Aún conservas esa colección? Por cierto, interesante lo del Círculo que mencionas y más en un año tan mítico como ese.

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    2. Las cartas y boletines no, pero las revistas si. Era la mítica PARSEC.

      https://es.wikipedia.org/wiki/Parsec_(revista)

      Saludos,
      RICARDO

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