Durante el transcurso del año 2008, el ya
consagrado escritor chileno Hernán Rivera Letelier publicó su novena novela
titulada Mi Nombre es Malarrosa.
Pues como es habitual en su literatura, volvió a retratar el
desaparecido mundo de las pampas salitreras de principios del siglo pasado,
ubicando su argumento en los años cuando comenzaron a cerrarse estas
comunidades tras la creación del salitre sintético; no obstante tal como queda
detallado en la trama de este hermoso libro, sus habitantes y sociedad
siguieron con su vida hasta que el sistema no pudo más y al final no les quedó
otra que emigrar; de este modo una parte importante de la historia nacional,
quedó fijada para siempre en esas áridas tierras pobladas por gente esforzada y
maravillosa y la que gracias al trabajo de artistas como Rivera Letelier
podemos llegar a conocer mejor. Por otro
lado, significativo viene a ser que en esta ocasión, el escritor hace uso del
realismo mágico para contarnos la crónica de sus personajes, a través de la
presencia de pequeños detalles sobrenaturales en la vida cotidiana y la que
estos toman como algo normal dentro de sus vidas (características propias de
este subgénero, que tiene entre sus máximos exponentes a Gabriel García Márquez y a Isabel Allende).
De rápida lectura y de extensión breve
como muchos de sus trabajos (no alcanza a llegar a las trescientas páginas), se
trata de una obra en la que el drama y el humor se conjugan una vez más, a la
par de personajes entrañables descritos con verdadero amor de su autor hacia
ellos, quien sin duda los hace creíbles y queribles para el lector pese a sus
debilidades. Además una vez más nos
encontramos con el tema de la chilenidad,
caro a nuestra literatura, por cuanto no solo se habla acá de una parte
relevante de nuestro pasado como pueblo, mencionándose personajes históricos y
hechos precisos de la historia nacional, sino que el mismo lenguaje empleado en
los diálogos sirve como identificación de la idiosincrasia patria (en cuanto a
los términos coloquiales usados acá); de igual modo las costumbres quedan de
manifiesto en las páginas de este librito que en más de una ocasión nos regala
momentos inolvidables.
“Y
es que Saladino Robles, desde niño, jugara a lo que jugara, perdía: a las chapitas, a las bolitas, al volantín, a lo
que fuera, siempre, indefectiblemente, terminaba perdiendo. Tanta era su mala pata que, ya de adulto, la primera
vez que se decidió a dejar el juego (cuando conoció, se enamoró y se casó con
su difunta esposa) para entrar a trabajar honradamente en la oficina San Gregorio,
apenas alcanzó a durar cuatro años y ocurrió lo de la matanza. No quería
aceptar lo que decía Oliverio Trébol sobre que la mala suerte, lo mismo que la
buena, viene como un lunar de nacimiento.
«Y no
se quita ni con lejía, amigo Salado».
Después se enteró de que la mayoría de
los jugadores profesionales llevaban encima un talismán, o amuleto, o fetiche, algo
para atraer la buena suerte. Entonces probó con varios. Primero se consiguió
una pata de conejo que era lo más conocido. Y no dio resultado. Después ensayó
con una imagen de San Constancio (por eso de que «el que la sigue la consigue»). Y tampoco. Aconsejado por un viejo
minero, probó con una piedra de pirita. Fue en vano. Una vez encontró en el
desierto una vainilla de bala de fusil de la guerra del 79, y alguien le
insinuó que se la colgara al cuello como escapulario. Pero la bala, al parecer,
era de los que perdieron la guerra. Y no hubo caso. En las mesas de las cantinas
se le oía quejarse de que él no había «nacido
parado», como se decía de los suertudos”. [1]
Tal como dice su nombre, la narración trata
acera de Malarrosa, una niña muy singular que por circunstancias fortuitas
llegó a llamarse así, lo cual podría decirse que definió su vida como se
suponen hacen los nombres. La chica tras
conocer la desgracia a muy temprana edad (la espantosa matanza de obreros de la
oficina San Gregorio, a manos de los soldados mandados por el mismo Presidente
al que la gente del pueblo llevó al poder creyendo sus mentiras, Arturo
Alessandri Palma, la muerte temprana en su vida de su madre y la presencia o
ausencia de un padre obsesionado con los juegos de cartas y alcohólico), se ha
vuelto una personita callada y muy inteligente; posee además un don muy
especial, el de maquillar a muertos y vivos de manera sobresaliente, además
sabe escuchar como muy pocos lo hacen.
Por otro lado, pese al pusilánime de progenitor que tiene, esta lo adora
y a lo largo de la novela vemos cómo su amor por él dignifica a ambos y a otros
que tienen la suerte de conocerla.
Paralelo a la figura de la pequeña, nos
encontramos con otros dos personajes que comparten el protagonismo y cuyas
vidas están unidas: el primero de esto dos viene a ser el mismo padre de
Malarrrosa, Saladino Robles, un hombre cuya existencia fue la de un perdedor y
alfeñique que no valía nada, hasta que la afortunada intervención de su cría lo
rescata de su destino de perdedor, ya que le regala un objeto prodigioso que lo
lleva a convertirse en uno de los mejores jugadores de baraja de los que se
haya tenido noticia.
Luego está el mejor amigo de Saladino, el
hombre con alma de niño y de gran nobleza Oliverio Trébol, hábil boxeador
bastante cotizado por los adictos a este
sangriento deporte y a quien Malarrosa ama en secreto como a su enamorado
platónico. De físico imponente y la cara
picada de viruelas, Oliverio quiere casi como a una hija a la chiquilla y la
protege con su corazón, al igual que a su padre. Por otro lado, este tipo llega a ser de esos
que se enamoran hasta la médula, hasta que los hechos fortuitos lo hacen
conocer a quien sería su amor más valioso, desde que tal como cuenta la
narración, inició su pasión por ciertas mujeres a muy temprana edad.
Hernán Rivera Letelier. |
Pero no solo es este trío el que destaca
en la novela, pues hay otros personajes que acaparan la atención de uno, como
lo son la anciana que regenta el único colegio de Yungay, la señorita Isolina
del Carmen Orozco Valverde, una de esas profesoras que creía en la pedagogía de
“La letra con sangre entra” y de esas católicas viejas; pues esta pese a su
personalidad seca, también adora a Malarrrosa y el sentimiento le es correspondido.
Luego nos encontramos con un personaje que
llega de manera inesperada al pueblo y a la atención del lector, el homosexual
afeminado y transformista Morgano, quien llega a trabajar en uno de los dos
prostíbulos que habían en Yungay, bajo el nombre artístico de Morgana la Flor
Azul del Desierto; pues este cobra gran fama y éxito con su show de
charlestón. Al principio cuando se
introduce a Morgano, llama la atención la supuesta homofobia con la cual el
narrador se refiere a este con palabras, que hoy en día no son consideradas
como políticamente correctas, tales como maricón
y otras aún más despectivas; no obstante hay que contextualizar el
vocabulario, pues se trata de una época en la cual aún no había aparecido los
vocablos de gay y LGTB, cuando aún
habían muchos prejuicios respecto a las minorías sexuales y faltaba aún mucho
para eso del orgullo gay (bueno, para
ser sinceros todavía quedan algunos, pero en menor medida). No obstante pese a su rol tan estereotipado,
Morgano se vuelve alguien querido entre quienes lo rodean y hasta da pie para
una historia de amor que nadie se la veía venir.
“El
único respiro que se dieron los jugadores esa noche fue para asomarse a ver la
actuación de Morgano. El salón principal estaba repleto. A la hora del espectáculo,
el maricueca fue anunciado con el rimbombante nombre artístico de ¡Morgana, la
Flor Azul del Desierto! Entonces, se apagaron las luces. Los hombres, como
siempre ocurría en tales circunstancias, comenzaron a gritar, a golpear las
mesas y a hacer escándalo.
Cuando se iluminó
el escenario y apareció lo que apareció, fue apoteósico. Ninguno podía creer lo
que veía. A nadie le entraba en la cabeza que esa maravilla que fulguraba ahí
arriba fuera el mismo marica sin gracia que minutos antes se paseaba entre las
mesas acarreando copas y botellas. La transfiguración era total. El sol que destellaba
sobre el escenario era una mujer protuberante, sensual, bellísima: lucía una
peluca plateada que le llovía sobre los hombros como una cascada de champagne,
calzaba unos delicadísimos zapatos tacos de aguja que estilizaban y realzaban
aún más su figura, y vestía un traje de terciopelo azul, constelado de lentejuelas,
que se amoldaba a un cuerpo largo, delgado y sinuoso, como de serpiente.
Apareció fumando en una larga boquilla de cristal, refulgiendo un tintineante
ornamento de aretes, collares y pulseras. Sin música, en medio de un silencio casi
de iglesia, con los hombres contemplándola con la boca abierta y los ojos de
orate, se paseó por el escenario cimbreando sus caderas redondas, batiendo sus
pestañas como abanicos y lanzando miradas que hacían ulular de ardor a los
asistentes. Sin dejar de fumar y soplar besos con su boca roja, húmeda,
acorazonada, se paseó un instante de un lado al otro del proscenio, se paseó
con la confianza de un mago mostrando las mangas y el sombrero: nada por aquí,
nada por acá; aquí no hay trucos ni engaños, todo lo que ven es auténtico,
real, efectivo. Y, en verdad, allí no había ningún pelo de hombre, ningún
órgano de varón, ningún olor a macho, sólo una mujer, una bella y legítima
mujer, o el espejismo de la más bella hembra que ojos de pampino habían visto
jamás por estas comarcas de desolación, se lo juro, paisita, por las recrestas”.
También dentro de los curiosos personajes
que aquí pululan, se pueden mencionar al excéntrico fabricante de ataúdes don
Uldorico, un callado hombre que siempre anda vestido de oscuro y llevando una huincha
para medir a sus futuros clientes; a su vez está Rosalino del Valle, más
conocido como el Vendedor de Pájaros (a quien luego le haría el autor su propia
novela en 2014 y llamada justamente El Vendedor de Pájaros), un sujeto
que llega a la pampa cargado con sus jaulas, en las que trae a sus aves de
varias razas y colores para venderlas a quien se interese por ellas; e Imperio Zenobia, la
dueña del Poncho Roto, el último prostíbulo que cierra en Yungay, quien trata a
sus empleadas como hijas y es el alma de
la vida social del pueblo. Por supuesto
que hay otros que podría poner en esta lista, no obstante dejo al posible
futuro lector que los vaya descubriendo por su cuenta, para que no pierda el
placer de la novedad.
La matrona mencionada arriba, nos trae la
presencia de las prostitutas, tan destacadas en la narrativa de Rivera Letelier
desde el título que le dio la celebridad en Chile y el extranjero: La
Reina Isabel cantaba Rancheras (1994); de hecho, esta famosa meretriz
es mencionada casi al final del texto.
Pues acá nos volvemos a encontrar con la puta de buen corazón y que en
el caso de las aparecidas en esta obra, resultan ser mujeres que dan una alegría
a los sacrificados mineros del salitre que vas más allá del hecho del plano
erótico; es así que en esta faceta tan humana y cordial suya, muchas de estas
se hacen grandes amigas de Malarrosa, a quien acogen sin vacilaciones,
incluyendo la misma regenta del lupanar.
Muy relacionado con el mundo de la
prostitución, aparece el tema de la sexualidad y que toma un cariz imprevisto
en Malarrosa, quien a sus jóvenes trece años posee una figura y una belleza que
ya algunos admiran y desean. Es cuando
el libro se pone algo “polémico” en términos más conservadores, pues en
determinado momento de la narración la chica toma conciencia de esta faceta
suya y decide sacar provecho de ello; pues bien, esto contrasta con la imagen
angelical que en un principio nos dan de ella, una luz de esperanza para su
padre y su querido Oliverio y que forma parte de su naturaleza de alguien
extraordinario.
Un simbolismo bastante recurrente a largo de esta historia, viene a ser
la idea del espejismo, no tanto como algo engañoso, sino que como algo
incorpóreo y pasajero. Pues en repetidas
ocasiones Malarrosa percibe desde su atenta mirada, esta cualidad del mundo en
que vive, algo que nosotros como lectores cultos del siglo XXI tenemos claro
que tiene sus días contados y que la belleza de esas tierras áridas que representa
toda su gente, pronto ya no tendrá cabida.
Espejismo es Morgano que siendo hombre se convierte en la falsa mujer,
una de las más deseadas de toda la pampa; espejismo es también la propia
Malarrosa, que obligada por su padre viste como niño para que no la miren más
de la cuenta; otro espejismo es la imagen de vida que otorga la niña a los
muertos que maquilla; y espejismo es por igual Saladino, quien poco a poco va
convirtiéndose o disfrazándose del hombre al que le robó su suerte.
“Y
eso mismito era Yungay: un espejismo aparecido en lo más duro del desierto de
Atacama, producto de la ambición desmedida de un general llamado José María
Pinto Pereira, quien a principios de siglo pidió esos terrenos al gobierno como
una manifestación minera”.
“«Don Lucindo dice que quieren hacernos
creer a nosotros mismos, los sobrevivientes, que somos el espejismo de un
espejismo», dijo formal el niño. «Que por eso la gente se niega a llamar
Renacimiento a la oficina y sigue nombrándola San Gregorio, como una forma de
demostrar a los asesinos que nadie se ha olvidado de los caídos»
Una vez que llegamos al precioso final,
que podríamos tildar de agridulce, se nos regala un breve epílogo (y que en mi
caso no fue de mi gusto, pues hubiese preferido que el escritor hubiese dejado
todo como estaba antes de leerlo) y que de igual modo juega con esta idea del
espejismo, ya que lo que acá se cuenta no queda claro de si es real o solo es
un rumor. Es así que queda a cada uno
decidir cuál fue el verdadero destino de Malarrosa.
Preciosa portada de una edición extranjera. |
Qué bueno que volvieses sobre la obra de Rivera Letelier, Elwin. Hace tiempo que no leo una novela suya, pero espero retomarlo pronto.
ResponderEliminarMe alegra mucho, amigo Tomás, que hayas leído este post y que cuando lo escribía me hizo acordarme mucho de ti (pues sé muy bien cuánto te gusta este autor).
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